CÓMO LLEGARON A LOGROÑO Y LO QUE LES OCURRIÓ
Hicieron entrar a todos en el cuerpo de guardia, en donde, tendidos en camastros, dormían unos cuantos soldados, y otros se calentaban al calor de un gran brasero. Martín fué tratado con mucha consideración por su uniforme. Rogó al oficial le dejara estar a Catalina a su lado.
—¿Es la señora de usted?
—Sí, es mi mujer.
El oficial accedió y pasó a los dos a un cuarto destartalado que servía para los oficiales.
La superiora, Bautista y el demandadero, no merecieron las mismas atenciones y quedaron en el cuartelillo.
Un sargento viejo, andaluz, se amarteló con la superiora y comenzó a echaría piropos de los clásicos; la dijo que tenía loz ojoz como doz luceroz y que se parecía a la Virgen de Conzolación de Utrera, y le contó otra porción de cosas del repertorio de los almanaques.
A Bautista le dieron tal risa los piropos del andaluz, que comenzó a reirse con una risa contenida.
—A ver zi te callaz; cochino carca—le dijo el sargento.
—Si yo no digo nada—replicó Bautista.
—Zi te siguez riendo azí, te voy a clavá como a un zapo.
Bautista tuvo que ir a un rincón a reirse, y la superiora y el sargento siguieron su conversación.
Al mediodía llegó un coronel, que al ver a Martín le saludó militarmente. Martín le contó sus aventuras, pero el coronel al oírlas frunció las cejas.
—A estos militares—pensó Martín—no les gusta que un paisano haga cosas más difíciles que las suyas.
—Irán ustedes a Logroño y allí veremos si identifican su personalidad.
¿Qué tiene usted? ¿Está usted herido?
—Sí.
—Ahora vendrá el físico a reconocerle.
Efectivamente, llegó un doctor que reconoció a Martín, le vendó, y redujo la dislocación del mandadero, que gritó y chilló como un condenado. Después de comer trajeron los caballos del coche, les obligaron a montar en ellos, y custodiados por toda compañía tomaron el camino de Logroño.
Al llegar cerca del puente sobre el Ebro, una porción de lavanderas y de mujeres de carabineros salieron a ver la extraña comitiva, y varias de ellas comenzaron a cantar, sobre todo dirigiéndose a la monja:
Ahora sí que estarás contentona
Carlistona, mandilona;
Ahora sí que estarás contentón
Carlistón, mandilón, cobardón.
La pobre superiora estaba lívida de rabia. Martín y Bautista se miraban con cierto cómico estupor.
En Logroño pararon en el cuartel y un oficial hizo subir a Martín a ver al general. Le contó Zalacaín sus aventuras, y el general le dijo:
—Si yo tuviera la seguridad de que lo que me dice usted es cierto, inmediatamente dejaría libre a usted y a sus compañeros.
—¿Y yo cómo voy a probar la verdad de mis palabras?
—¡Si pudiera usted identificar su persona! ¿No conoce usted aquí a nadie? ¿Algún comerciante?
—No.
—Es lástima.
—Sí, sí, conozco a una persona—dijo de pronto Martín—, conozco a la señora de Briones y a su hija.
—¿Y el capitán Briones, también lo conocerá usted?
—También.
—Pues lo voy a llamar; dentro de un momento estará aquí.
El general mandó un ayudante suyo, y media hora después estaba el capitán Briones, que reconoció a Martín. El general los dejó a todos libres.
Martín, Catalina y Bautista iban a marcharse juntos, a pesar de la oposición de la superiora, cuando el capitán Briones dijo:
—Amigo Zalacaín, mi madre y mi hermana exigen que vaya usted a comer con ellas.
Martín explicó a su novia como no le era posible desatender la invitación, y dejando a Bautista y a Catalina fué en compañía del oficial.
La casa de la señora de Briones estaba en una calle céntrica, con soportales.
Rosita y su madre recibieron a Martín con grandes muestras de amistad. La aventura de su llegada a Logroño con un una señorita y una monja había corrido por todas partes.
Madre é hija le preguntaron un sin fin de cosas, y Martín tuvo que contar sus aventuras.
—¡Pero qué muchacho!—decía doña Pepita, haciéndose cruces—. Usted es un verdadero diablo.
Después de comer vinieron unas señoritas amigas de Rosa Briones, y Martín tuvo que contar de nuevo sus aventuras. Luego se habló de sobremesa y se cantó. Martín pensaba: ¿Qué hará Catalina? Pero luego se olvidaba con la conversación.
Doña Pepita dijo que su hija había tenido el capricho de aprender la guitarra é incitó a Rosita para que cantara.
—Sí, canta—dijeron las demás muchachas.
—Sí, cante usted—añadió Zalacaín.
Rosita sacó la guitarra y cantó algunas canciones, acompañándose con ella, y luego, como en honor de Martín, entonó un zortzico con letra castellana, que comenzaba así:
Aunque la oración suene
Yo no me voy de aquí;
La del pañuelo rojo
Loco me ha vuelto a mí.
Y el estribillo de la canción era:
Aufa que el campanero
La oración va a tocar,
Aufa que yo te quiero
Maitia, maitia, ven acá.
Y Rosita, al cantar esto, miraba a Martín de tal manera con los ojos brillantes y negros, que él se olvidó de que le esperaba Catalina.
Cuando salió de casa de la señora de Briones, eran cerca de las once de la noche. Al encontrarse en la calle comprendió su falta brutal de atención. Fué a buscar a su novia, preguntando en los hoteles. La mayoría estaban cerrados. En uno del Espolón le dijeron: «Aquí ha venido una señorita, pero está descansando en su cuarto.»
—¿No podría usted avisarla?
—No.
Bautista tampoco parecía.
Sin saber qué hacer, volvió Martín a los soportales y se puso a pasear por ellos. Si no fuera por Catalina—pensó—era capaz de quedarme aquí y ver si Rosita Briones está de veras por mí, como parece.
Estaba embebido en estos pensamientos cuando un hombre, con aspecto de criado, se paró ante él y le dijo:
—¿Es usted don Martín Zalacaín?
—El mismo.
—¿Quiere usted venir conmigo? Mi señora quiere hablarle.
—¿Y quién es la señora de usted?
—Me ha encargado que le diga que es una amiga de su infancia.
—¿Una amiga de mi infancia?
—Sí.
—Es posible—pensó Zalacaín—. Si habré conocido en mi infancia a alguien que tenga criados, sin saberlo. En fin, vamos a ver a mi amiga—dijo en voz alta.
El criado siguió por los soportales, torció una esquina, y en una casa grande empujó la puerta y entró en un zaguán elegante, iluminado por un gran farol.
—Pase el señorito—dijo el criado indicándole una escalera alfombrada.
—Debe haber una equivocación—pensó Martín—. No es posible otra cosa.
Subieron la escalera, el criado levantó una cortina y pasó Zalacaín. Sentada en un sofá y hojeando un álbum, había una mujer desconocida, una mujer pequeña, delgada, rubia, elegantísima.
—Perdone usted, señora—dijo Martín—, creo que usted y yo somos víctimas de una equivocación…
—Yo, por mi parte, no—contestó ella riendo, con una risa zumbona.
—¿Quiere algo más la señora?—preguntó el criado.
—No, pueden ustedes retirarse.
Martín quedó asombrado. El criado echó la pesada cortina y quedaron solos.
—Martín—dijo la dama, levantándose de su silla y poniéndole las manos pequeñas en sus hombros—. ¿No te acuerdas de mí?
—No, la verdad.
—Soy Linda.
—¿Qué Linda?
—Linda, la que estuvo en Urbia cuando fué el domador, y murió tu madre.
¿No te acuerdas?
—¿Usted es Linda?
—¡Oh, no me hables de usted! Sí, yo soy Linda. He sabido como habías venido a Logroño y he mandado que te buscaran.
—¿De manera que tú eres aquella chiquilla que jugaba con el oso?
—La misma.
—¿Y me has conocido?
—Sí.
—Yo no te hubiera conocido.
—Habla, cuenta de tu vida. Tú no sabes la gana que tenía de verte. Eres el único hombre por quien me han pegado. ¿Te acuerdas? Para mí constituías toda mi familia. ¿Qué hará? ¿Dónde estará Martín? pensaba.
—¿De veras? ¡Que extraño! ¡Hace de esto tanto tiempo! Y somos jóvenes los dos.
—¡Cuenta! ¡Cuenta! ¿Cuál ha sido tu vida? ¿Qué has hecho por el mundo?
Martín, emocionado, habló de su vida, de sus aventuras. Luego, Linda contó las suyas, su existencia bohemia de volatinera, hasta que un señor rico le sacó del circo y le brindó con su protección. Ahora este señor, título, con grandes posesiones en la Rioja, quería casarse con ella.
—¿Y tú te vas a casar?—la preguntó Martín.
—Claro.
—¿De manera que dentro de poco serás una señora condesa o marquesa?
—Sí, marquesa, pero chico, esto no me entusiasma. He vivido siempre libre y ya las cadenas no son para mí, aunque sean de oro. Pero estás pálido. ¿Qué te pasa?
Martín sentía un gran cansancio y le dolía el hombro. Linda, al saber que estaba herido, le obligó a quedarse allí.
Afortunadamente el rasguño no era grave y Zalacaín curó pronto.
Al día siguiente, Linda no le dejó salir; y al verse dominado por ella, por su suave encanto, encontró el herido que sus convalecencias eran más peligrosas para sus sentimientos que para su salud.
—Que le avisen a mi cuñado donde estoy—dijo Martín varias veces a
Linda.
Ésta envió un criado a los hoteles, pero en ninguno daban noticias ni de
Bautista ni de Catalina.