—Tenía una hija —contestó el abogado—, pero ésta no vivía con su madre. Casi me atrevería a afirmar que la madre no la veía desde que era muy pequeña. Pero hace muchos años hizo testamento dejándoselo todo a su hija Anne Morisot, a excepción de un pequeño legado en favor de su doncella. Por lo que yo sé, nunca ha hecho otro testamento.
—¿Y es grande su fortuna? —preguntó Poirot.
El abogado se encogió de hombros.
—Aproximadamente unos ocho o nueve millones de francos.
Poirot frunció los labios, como en un silbido.
—i Caramba! iNo lo parecía! —exclamó Japp—. Veamos cuánto es al cambio, pues debe ascender a más de cien mil libras.
—i Toma! Mademoiselle Anne Morisot será una señorita muy rica — comentó Poirot.
—Por fortuna para ella, no se hallaba en el avión —añadió Japp secamente—. En otro caso, hubiera sido sospechosa de haber dado el pasaporte a su madre para heredar el dinero. ¿Qué edad debe tener?
—No lo sé con seguridad. Imagino que unos veinticuatro o veinticinco años.
—Bien, por ahora no parece que tenga la menor relación con el crimen. Tendremos que volver sobre eso de los chantajes. Todos los viajeros niegan haber conocido a madame Giselle. Por lo menos uno de ellos miente. Es cuestión de saber quién. El examen de sus documentos privados quizás arroje alguna luz. ¿No le parece, Fournier?
—Querido amigo —respondió el francés— apenas nos llegó la noticia y, tras hablar por teléfono con Scotland Yard, fui de inmediato a su casa. Allí había una caja de caudales donde solía guardar sus papeles, pero los habían quemado todos.
—¿Quemados? Pero ¿por qué? ¿Quién?
—Madame Giselle tenía una doncella de confianza llamada Elise; si le sucedía algo a su señora, tenía instrucciones de abrir la caja, cuya combinación conocía, y quemar los papeles que contenía.
—¿Cómo? iPero eso es asombroso! —exclamó Japp.
—¿Lo ve? —señaló Fournier—. Madame Giselle tenía su propio código. Era leal con quienes se portaban lealmente con ella. A sus clientes les prometía juego limpio. Era despiadada, pero mujer de palabra.
Japp asintió. Los cuatro permanecieron un rato en silencio, pensando en el carácter de aquella mujer poco común.
Thibault se levantó.
—Debo dejarles, señores, pues ahora tengo una cita. Si necesitan alguna otra información, ya saben dónde encontrarme.
Y tras estrecharles la mano ceremoniosamente, abandonó la estancia.