Poirot acercó su crujiente asiento a su anfitrión y le dijo en tono confidencial:
—Monsieur Clancy, es usted un hombre de talento y de imaginación. La policía, como usted dice, le mira con recelo, no ha solicitado su opinión y su consejo. Pero yo, Hércules Poirot, deseo consultarle.
El señor Clancy se ruborizó de satisfacción.
—Es usted muy amable.
—Ha estudiado usted criminología y su opinión será valiosa. Tengo sumo interés en saber quién, en opinión de usted, cometió el crimen.
—Bien. —el señor Clancy vaciló, cogió maquinalmente un plátano y empezó a comérselo. Cuando hubo acabado, meneó la cabeza pensativamente y respondió—: Usted comprenderá, monsieur Poirot, que eso es una cosa completamente distinta. El que escribe puede elegir como autor del crimen a la persona que le convenga, pero en la realidad es una persona determinada y uno no puede barajar los hechos a su capricho. Temo que en la vida real yo sería un pésimo detective.
Meneó la cabeza con tristeza y echó la piel de plátano al fuego.
—¿No le parece que sería entretenido estudiar el caso juntos?
—¡Oh! Eso sí.
—Para empezar, suponiendo que tuviera usted que adivinar el autor del crimen, ¿a quién elegiría?
—¡Ah! Bien, yo creo que a uno de los dos franceses.
—¿Por qué?
—Porque ella era francesa. Y es lo que me parecía más probable. Además, se sentaban al otro lado, muy cerca de la víctima. Pero realmente no lo sé.
—Eso, en gran parte —advirtió con suficiencia Poirot—, depende del motivo.
—Claro, claro. Supongo que habrá usted clasificado científicamente todos los motivos.
—Soy muy anticuado en mis métodos. Me atengo al antiguo adagio: busca a quién beneficia el crimen.
—Eso está muy bien —asintió el señor Clancy—, pero opino que es algo difícil en este caso. Hay una hija que hereda, según tengo entendido. Pero son muchas las personas que iban en el avión que pueden salir beneficiadas con el crimen, todas las que le debiesen un dinero que ya no tendrían que devolver.
—Cierto —aceptó Poirot—. Y aún puedo imaginar otras soluciones. Supongamos que madame Giselle conociera algún secreto, un asesinato frustrado, por ejemplo, cometido por una de esas personas.
—¿Un asesinato frustrado? ¿Por qué eso precisamente? ¡Qué idea tan curiosa!
—En casos tan extraños como este, hay que suponerlo todo.
—¡Ah! Pero no basta suponerlo. Hay que saberlo.
—Tiene usted razón, tiene usted razón. Una advertencia muy justa.
Luego Poirot insinuó a bocajarro:
—Le ruego me disculpe, pero esta cerbatana que usted compró...