Érase una vez un pueblo muy, muy lejano, en el que vivía un carpintero muy especial:
Jonás era el carpintero del barrio y aunque tenía su pequeño taller varias calles más abajo, todo el vecindario sabía que podía acudir a él, ya que tenía un corazón de oro y ayudaba a la gente sin pedir nada a cambio, salvo una sonrisa de agradecimiento.
-La puerta ha quedado perfecta-, indicó Jonás mientras comprobaba las bisagras por última vez. A continuación recogió su caja de herramientas y se despidió de sus vecinos sin querer cobrarles nada por el trabajo, ya que sabía que aquella gente era muy pobre y no tenían apenas dinero.
Ya en la calle se encontró con Alonso, su buen amigo el zapatero, con el que se detuvo a charlar animadamente hasta que el reloj de la torre de la iglesia le indicó que era hora de volver a casa. A su regreso a la carpintería Jonás dejó la caja de herramientas encima de la mesa y se quitó el mandil para dejarlo colgado de una percha de la pared, pero en ese momento algo llamó poderosamente su atención: allí, encima de la mesa, justo al lado de la caja de herramientas, había una bonita y reluciente moneda de oro.
-¿Quién habrá olvidado aquí esta moneda?-, pensó mientras se rascaba la cabeza con la mano derecha. -Seguramente se la habrá dejado olvidada alguno de mis clientes- concluyó mientras cerraba la puerta del taller para dirigirse a casa. Jonás pasó toda la noche pensando quién podría ser el dueño de aquella moneda y solo se le ocurrió que ya que no podía saber a quién pertenecía, lo mejor sería entregársela a Juana, una señora del barrio, muy pobre y con muchos hijos; de modo que al día siguiente, de camino a la carpintería, entregó la moneda a la mujer que se puso muy contenta.
Ya en el taller sus tareas le mantuvieron ocupado hasta la hora de comer y fue en aquel momento, al dejar el martillo encima de la mesa, cuando observó un resplandor dorado similar al del día anterior, solo que en esta ocasión no se trataba de una si no de dos enormes y relucientes monedas de oro. Jonás abrió unos ojos como platos ya que en esta ocasión no podía tratarse de otro descuido de manera que, aún sorprendido, optó por guardarse las dos monedas en el bolsillo del pantalón.
Aquella tarde recibió la visita de otro vecino. El hombre acudía a pagar al carpintero por haberle arreglado el tejado de su casa, pero con lágrimas en los ojos le dijo que le era imposible pagar, pues no tenía trabajo ni dinero. Jonás le escuchó atentamente y le contestó sonriendo: -no debes preocuparte; no hace falta que me pagues nada-. El hombre agradecido le abrazó y Jonás salió a despedirle hasta la calle de forma que cuando entró de nuevo en el taller encontró otras dos monedas de oro brillando encima de la mesa. El carpintero, incrédulo, se frotó los ojos al descubrir este nuevo tesoro y apresuradamente las recogió y se las guardó en el bolsillo junto a las otras.
Durante toda la noche y el día siguiente el buen carpintero estuvo buscando una explicación a lo sucedido y llegó a una conclusión: cada vez que ayudaba a alguien, recibía una recompensa en forma de monedas de oro.
Para tratar de comprobar su teoría recogió la caja de herramientas y acudió a la casa de un vecino al que tenía que arreglarle una ventana. Una vez en su casa le arregló el marco de la ventana y no solo no le cobró sino que además le ajustó una bisagra de la puerta que chirriaba. Después de recibir el agradecimiento del buen hombre, Jonás corrió hacia su taller apresuradamente, abrió la puerta y....¡¡efectivamente!!, encima de la mesa aparecían cuatro monedas de puro oro.
Jonás cerró la puerta tras de sí y la atrancó con un cerrojo; recogió las monedas y las guardó juntó con las demás.
Así fueron pasando los días y Jonás fue amasando una fortuna, aunque también y sin darse cuenta, su codicia también iba en aumento.
Hasta que un buen día el carpintero entregó una limosna a un ciego a la puerta de la iglesia y corrió al taller esperando su recompensa. Cual fue su sorpresa cuando en lugar de una pieza de oro lo que había encima de la mesa era una vulgar moneda de hierro. Confundido, el carpintero salió de nuevo a la calle y a la primera persona que se encontró le entregó una cantidad de dinero aún mayor que la del ciego; a continuación entró corriendo al taller y buscó y rebuscó sus monedas de oro: Revisó el banco de trabajo, arrojó al suelo toda la herramienta e incluso se arrodilló delante de la mesa para buscarlas por el suelo; pero lo único que halló fueron dos miserables monedas de hierro.
Enfurecido y aterrado optó por llevar su tesoro al Banco de la ciudad para ponerlo a salvo, así que recogió su cofre de monedas y salió. En el camino se encontró con su amigo el zapatero que le saludó cortésmente pero Jonás, mas preocupado por su dinero que por sus amigos, no tuvo tiempo de responder al saludo.
Todos los días acudía el carpintero al banco a contar sus monedas. Se había convertido en una persona desconfiada, malhumorada y con un corazón de hierro. Pero una mañana, al abrir el cofre, descubrió que sus amadas monedas doradas se habían convertido en vulgares monedas de hierro. Furioso por el engaño pidió explicaciones pero nadie en el banco se las pudo dar, de modo que Jonás tuvo que darse por vencido y echarse a llorar.
Ya de camino a casa, desolado y cargando con su cofre lleno de monedas sin valor, cruzó por delante de una pequeña herrería. Al verle pasar, un viejo herrero salió a su encuentro para pedirle una limosna. Jonás le miró de arriba a abajo y después de pensárselo unos segundos, sonriendo, le entregó el cofre. El viejo lo abrió y su cara se llenó de una gran alegría, ya que con aquellos trozos de hierro sin valor, podría forjar decenas de herraduras con las que poder dar de comer a su familia.
El carpintero le siguió con la mirada mientras el viejo se alejaba feliz con el cofre y, mas reconfortado, continuó su camino. Al llegar a la carpintería se puso el mandil para comenzar a trabajar y entonces observó que encima de la mesa había una reluciente moneda de oro.
De esta manera Jonás aprendió que la verdadera recompensa está en ayudar y no en esperar nada a cambio.