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《总统先生》(10)

时间:2011-12-03来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:《总统先生》(10) Prncipes de la milicia El general Eusebio Canales, alias Chamarrita, abandon la casa de Cara de ngel con porte marcial, como si fuera a ponerse al frente de un ejrcito, pero al cerrar la puerta y quedar solo en la cal
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《总统先生》(10)

Príncipes de la milicia
El general Eusebio Canales, alias Chamarrita, abandonó la casa de Cara de Ángel con porte marcial, como si fuera a ponerse al frente de un ejército, pero al cerrar la puerta y quedar solo en la calle, su paso de parada militar se licuó en carrerita de indio que va al mercado a vender una gallina. El afanoso trotar de los espías le iba pisando los calcañales. Le producía basca el dolor de una hernia inguinal que se apretaba con los dedos. En la respiración se le escapaban restos de palabras, de quejas despedazadas y el sabor del corazón que salta, que se encoge, faltando por momentos, a tal punto que hay que apretarse la mano al pecho, enajenados los ojos, suspenso el pensamiento, y agarrarse a él a pesar de las costillas, como a un miembro entablillado, para que dé de sí. Menos mal. Acababa de cruzar la esquina que ha un minuto viera tan lejos. Y ahora a la que sigue, sólo que ésta... ¡qué distante a través de su fatiga!... Escupió. Por poco se le van los pies. Una cáscara. En el confín de la calle resbalaba un carruaje. Él era el que iba a resbalar. Pero él vio que el carruaje, las casas, las luces... Apretó el paso. No le quedaba más. Menos mal. Acababa de doblar la esquina que minutos ha viera tan distante. Y ahora a la otra, sólo que ésta... ¡qué remota a través de su fatiga!... Se mordió los dientes para poder contra las rodillas. Ya casi no daba paso. Las rodillas tiesas y una comezón fatídica en el cóccix y más atrás de la lengua. Las rodillas. Tendría que arrastrarse, seguir a su casa por el suelo ayudándose de las manos, de los codos, de todo lo que en él pugnaba por escapar de la muerte. Acortó la marcha. Seguían las esquinas desamparadas. Es más, parecía que se multiplicaban en la noche sin sueño como puertas de mamparas transparentes. Se estaba poniendo en ridículo ante él y ante los demás, todos los que le veían y no le veían, contrasentido con que se explicaba su posición de hombre público, siempre, aun en la soledad nocturna, bajo la mirada de sus conciudadanos. «¡Suceda lo que suceda —articuló—, mi deber es quedarme en casa, y a mayor gloria si es cierto lo que acaba de afirmarme este zángano de Cara de Ángel!»
Y más adelante:
«¡Escapar es decir yo soy culpable!» El eco retecleaba sus pasos. «¡Escapar es decir que soy culpable, es...! ¡Pero no hacerlo!...» El eco retecleaba sus pasos... «¡Es decir yo soy culpable!... ¡Pero no hacerlo!» El eco retecleaba sus pasos...
Se llevó la mano al pecho para arrancarse la cataplasma de miedo que le había pegado el favorito... Le faltaban sus medallas militares... «Escapar era decir soy culpable, pero no hacerlo...» El dedo de Cara de Ángel le señalaba el camino del destierro como única salvación posible... «¡Hay que salvar el pellejo, general! ¡Todavía es tiempo!» Y todo lo que él era, y todo lo que él valía, y todo lo que él amaba con ternura de niño, patria, familia, recuerdos, tradiciones, y Camila, su hija..., todo giraba alrededor de aquel índice fatal, como si al fragmentarse sus ideas el universo entero se hubiera fragmentado.
Pero de aquella visión de vértigo, pasos adelante no quedaba más que una confusa lágrima en sus ojos...
«¡Los generales son los príncipes de la milicia!», dije en un discurso... «¡Qué imbécil! ¡Cuánto me ha costado la frasecita! ¿Por qué no dije mejor que éramos los príncipes de la estulticia? El Presidente no me perdonará nunca eso de los príncipes de la milicia, y como ya me tenía en la nuca, ahora sale de mí achacándome la muerte de un coronel que dispensó siempre a mis canas cariñoso respeto.»
Delgada e hiriente apuntó una sonrisa bajo su bigote cano. En el fondo de sí mismo se iba abriendo campo otro general Canales, un general Canales que avanzaba a paso de tortuga, a la rastra los pies como cucurucho después de la procesión, sin hablar, oscuro, triste, oloroso a pólvora de cohete quemado. El verdadero Chamarrita, el Canales que había salido de casa de Cara de Ángel arrogante, en el apogeo de su carrera militar, dando espaldas de titán a un fondo de gloriosas batallas librada por Alejandro, Julio César, Napoleón y Bolívar, veíase sustituido de improviso por una caricatura de general, por un general Canales que avanzaba sin entorchados ni plumajerías, sin franjas rutilantes, sin botas, sin espuelas de oro. Al lado de este intruso vestido de color sanate, peludo, deshinchado, junto a este entierro de pobre, el otro, el auténtico, el verdadero Chamarrita parecía, sin jactancia de su parte, entierro de primera por sus cordones, flecos, laureles, plumajes y saludos solemnes. El descharchado general Canales avanzaba a la hora de una derrota que no conocería la historia, adelantándose al verdadero, al que se iba quedando atrás como fantoche en un baño de oro y azul, el tricornio sobre los ojos, la espada rota, los puños de fuera y en el pecho enmohecidas cruces y medallas.
Sin aflojar el paso, Canales apartó los ojos de su fotografía de gala sintiéndose moralmente vencido. Le acongojaba verse en el destierro con un pantalón de portero y una americana, larga o corta, estrecha u holgada, jamás a su medida. Iba sobre las ruinas de él mismo pisoteando a lo largo de las calles sus galones...
«¡Pero si soy inocente!» Y se repitió con la voz más persuasiva de su corazón: «¡Pero si soy inocente! ¿Por qué temer...?»
«¡Por eso! —le respondía su conciencia con la lengua de Cara de Ángel—, ¡por eso!... Otro gallo le cantaría si usted fuera culpable. El crimen es preciso porque garantiza al gobierno la adhesión del ciudadano. ¿La patria? ¡Sálvese, general, yo sé lo que le digo: qué patria ni qué india envuelta! ¿Las leyes? ¡Buenas son tortas! ¡Sálvese, general, porque le espera la muerte!»
«¡Pero si soy inocente!»
«¡No se pregunte, general, si es culpable o inocente: pregúntese si cuenta o no con el favor del amo, que un inocente a mal con el gobierno, es peor que si fuera culpable!»
Apartó los oídos de la voz de Cara de Ángel mascullando palabras de venganza, ahogado en las palpitaciones de su propio corazón. Más adelante pensó en su hija. Le estaría esperando con el alma en un hilo. Sonó el reloj de la torre de la Merced. El cielo estaba limpio, tachonado de estrellas, sin una nube. Al asomar a la esquina de su casa vio las ventanas iluminadas. Sus reflejos, que se regaban hasta media calle, eran un ansia...
«Dejaré a Camila en casa de Juan, mi hermano, mientras puedo mandar por ella. Cara de Ángel me ofreció llevarla esta misma noche o mañana por la mañana.»
No tuvo necesidad del llavín que ya traía en la mano, pues apenas llegó se abrió la puerta.
—¡Papaíto!
—¡Calla! ¡Ven..., te explicaré!... Hay que ganar tiempo... Te explicaré... Que mi asistente prepare una bestia en la cochera..., el dinero..., un revólver... Después mandaré por mi ropa... No hace falta sino lo más necesario en una valija. ¡No sé lo que te digo ni tú me entiendes! Ordena que ensillen mi mula baya y tú prepara mis cosas, mientras que yo voy a mudarme y a escribir una carta para mis hermanos. Te vas a quedar con Juan unos días.
Sorprendida por un loco no se habría asustado la hija de Canales como se asustó al ver entrar a su papá, hombre de suyo sereno, en aquel estado de nervios. Le faltaba la voz. Le temblaba el color. Nunca lo había visto así. Urgida por la prisa, quebrada por la pena, sin oír bien ni poder decir otra cosa que «¡ay, Dios mío!», «¡ay, Dios mío!», corrió a despertar al asistente para que ensillara la cabalgadura, una magnífica mula de ojos que parecían chispas, y volvió a cómo poner la valija, ya no decía componer (... toallas, calcetines, panes..., sí, con mantequilla, pero se olvidaba la sal...), después de pasar a la cocina despertando a su nana, cuyo primer sueño lo descabezaba siempre sentada en la carbonera, al lado del poyo caliente, junto al fuego, ahora en la ceniza, y el gato que de cuando en cuando movía las orejas, como para espantarse los ruidos.
El general escribía a vuelapluma al pasar la sirvienta por la sala, cerrando las ventanas a piedra y lodo.
El silencio se apoderaba de la casa, pero no el silencio de papel de seda de las noches dulces y tranquilas, ese silencio con carbón nocturno que saca las copias de los sueños dichosos, más leve que el pensamiento de las flores, menos talco que el agua... El silencio que ahora se apoderaba de la casa y que turbaban las toses del general, las carreras de su hija, los sollozos de la sirvienta y un acoquinado abrir y cerrar de armarios, cómodas y alacenas, era un silencio acartonado, amordazante, molesto como ropa extraña.
Un hombre menudito, de cara argeñada y cuerpo de bailarín, escribe sin levantar la pluma ni hacer ruido —parece tejer una telaraña:
«Excelentísimo Señor Presidente
Constitucional de la República,
Presente.
Excelentísimo Señor:
»Conforme instrucciones recibidas, síguese minuciosamente al general Eusebio Canales. A última hora tengo el honor de informar al Señor Presidente que se le vio en casa de uno de los amigos de Su Excelencia, del señor don Miguel Cara de Ángel. Allí, la cocinera que espía al amo y a la de adentro, y la de adentro que espía al amo y a la cocinera, me informan en este momento que Cara de Ángel se encerró en su habitación con el general Canales aproximadamente tres cuartos de hora. Agregan que el general se marchó agitadísimo. Conforme instrucciones se ha redoblado la vigilancia de la casa de Canales, reiterándose las órdenes de muerte al menor intento de fuga.
»La de adentro —y esto no lo sabe la cocinera— completa el parte. El amo le dejó entender —me informa por teléfono— que Canales había venido a ofrecerle a su hija a cambio de una eficaz intervención en su favor cerca del Presidente.
»La cocinera —y esto no lo sabe la de adentro— es al respecto más explícita: dice que cuando se marchó el general, el amo estaba muy contento y que le encargó que en cuanto abrieran los almacenes se aprovisionara de conservas, licores, galletas, bombones, pues iba a venir a vivir con él una señorita de buena familia.
»Es cuanto tengo el honor de informar al Señor Presidente de la República...»
Escribió la fecha, firmó —rúbrica garabatosa en forma de rehilete— y, como salvando una fuga de memoria, antes de soltar la pluma, que ya le precisaba porque quería escarbarse las narices agregó:
«Otrosí. —Adicionales al parte rendido esta mañana: Doctor Luis Barreño: Visitaron su clínica esta tarde tres personas, de las cuales dos eran menesterosos; por la noche salió a pasear al parque con su esposa. Licenciado Abel Carvajal: Por la tarde estuvo en el Banco Americano, en una farmacia de frente a Capuchinas y en el Club Alemán; aquí conversó largo rato con Mr. Romsth, a quien la policía sigue por separado, y volvió a su casa-habitación a las siete y media de la noche. No se le vio salir después y, conforme instrucciones, se ha redoblado la vigilancia alrededor de la casa. —Firma al calce. Fecha ut supra. Vale.»

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