《总统先生》(11)
El rapto
Al despedirse de Rodas se disparó Lucio Vásquez —que pies le faltaban— hacia donde la Masacuata, a ver si aún era tiempo de echar una manita en el rapto de la niña, y pasó que se hacía pedazos por la Pila de la Merced, sitio de espantos y sucedidos en el decir popular, y mentidero de mujeres que hilvanaban la aguja de la chismografía en el hilo de agua sucia que caía al cántaro.
¡Pipiarse a una gente, pensaba el victimario del Pelele sin aflojar el paso, qué de a rechipuste! Y ya que Dios quiso que me desocupara tempranito en el Portal, puedo darme este placer. ¡María Santísima, si uno se pone que no cabe del gusto cuando se pepena algo o se roba una gallina, que será cuando se birla a una hembra!
La fonda de la Masacuata asomó por fin, pero las aguas se le juntaron al ver el reloj de la Merced... Casi era la hora... o no vio bien. Saludó a algunos de los policías que guardaban la casa de Canales y de un solo paso, ese último paso que se va de los pies como conejo, clavóse en la puerta del fondín.
La Masacuata, que se había recostado en espera de las dos de la mañana con los nervios de punta, estrujábase pierna contra pierna, magullábase los brazos en posturas incómodas, espolvoreaba brazas por los poros, enterraba y desenterraba la cabeza de la almohada sin poder cerrar los ojos.
Al toquido de Vásquez saltó de la cama a la puerta sofocada, con el resuello grueso como cepillo de lavar caballos.
—¿Quién es?
—¡Yo, Vásquez, abrí!
—¡No te esperaba!
—¿Qué hora es? —preguntó aquél al entrar.
—¡La una y cuarto! —repuso la fondera en el acto, sin ver el reloj, con la certeza de la que en espera de las dos de la mañana contaba los minutos, los cinco minutos, los diez minutos, los cuartos, los veinte minutos...
—¿Y cómo es que yo vi en el reloj de la Merced las dos menos un cuarto?
—¡No me digás! ¡Ya se les adelantaría otra vez el reloj a los curas! —Y decime, ¿no ha regresado el del billete?
—No.
Vásquez abrazó a la fondera dispuesto de antemano a que le pagara su gesto de ternura con un golpe. Pero no hubo tal; la Masacuata, hecha una mansa paloma, se dejó abrazar y al unir sus bocas, sellaron el convenio dulce y amoroso de llegar a todo aquella noche. La única luz que alumbraba la estancia ardía delante de una imagen de la Virgen de Chiquinquirá. Cerca veíase un ramo de rosas de papel. Vásquez sopló la llama de la candela y le echó la zancadilla a la fondera. La imagen de la Virgen se borró en la sombra y por el suelo rodaron dos cuerpos hechos una trenza de ajos.
Cara de Ángel asomó por el teatro a toda prisa, acompañado de un grupo de facinerosos.
—Una vez la muchacha en mi poder —les venía diciendo—, ustedes pueden saquear la casa. Les prometo que no saldrán con las manos vacías. Pero ¡eso sí!, mucho ojo ahora y mucho cuidado después con soltar la lengua, que si me han de hacer mal el favor, mejor no me lo hacen.
Al volver una esquina les detuvo una patrulla. El favorito se entendió con el jefe, mientras los soldados los rodeaban.
—Vamos a dar una serenata, teniente...
—¿Y por ónde, si me hace el favor, por ónde...? —dijo aquél dando dos golpecitos con la espada en el suelo.
—Aquí, por el Callejón de Jesús...
—Y la marimba no la traen, ni las charangas... ¡Chasgracias si va a ser serenata a lo mudo!
Disimuladamente alargó Cara de Ángel al oficial un billete de cien pesos, que en el acto puso fin a la dificultad.
La mole del templo de la Merced asomó al extremo de la calle. Un templo en forma de tortuga, con dos ojitos o ventanas en la cúpula. El favorito mandó que no se llegara en grupo adonde la Masacuata.
—¡Fonda El Tus-Tep, acuérdense! —les dijo en alta voz cuando se iban separando—. ¡El Tus-Tep! ¡Cuidado, muchá, quién se mete en otra parte! El Tus-Tep, en la vecindad de una colchonería.
Los pasos de los que formaban el grupo se fueron apagando por rumbos opuestos. El plan de la fuga era el siguiente: al dar el reloj de la Merced las dos de la mañana, subirían a casa del general Canales uno o más hombres mandados por Cara de Ángel, y tan pronto como éstos empezaran a andar por el tejado, la hija del general saldría a una de las ventanas del frente de la casa a pedir auxilio contra ladrones a grandes voces, a fin de atraer hacia allí a los gendarmes que vigilaban la manzana, y de ese modo, aprovechando la confusión, permitir a Canales la salida por la puerta de la cochera.
Un tonto, un loco y un niño no habrían concertado tan absurdo plan. Aquello no tenía pies ni cabeza, y si el general y el favorito, a pesar de entenderlo así, lo encontraron aceptable, fue porque uno y otro lo juzgó para sus adentros trampa de doble fondo. Para Canales la protección del favorito le aseguraba la fuga mejor que cualquier plan, y para Cara de Ángel el buen éxito no dependía de lo acordado entre ellos, sino del Señor Presidente, a quien comunicó por teléfono, en marchándose el general de su casa, la hora y los pormenores de la estratagema.
Las noches de abril son en el trópico las viudas de los días cálidos de marzo, oscuras, frías, despeinadas, tristes. Cara de Ángel asomó a la esquina del fondín y esquina de la casa de Canales contando las sombras color de aguacate de los policías de línea repartidos aquí y allá, le dio la vuelta a la manzana paso a paso y de regreso colóse en la puertecita de madriguera de El Tus-Tep con el cuerpo cortado: había un gendarme uniformado por puerta en todas las casas vecinas y no se contaba el número de agentes de la policía secreta que se paseaban por las aceras intranquilos. Su impresión fue fatal. «Estoy cooperando a un crimen —se dijo—; a este hombre lo van a asesinar al salir de su casa.» Y en este supuesto, que a medida que le daba vueltas en la cabeza se le hacía más negro, alzarse con la hija de aquel moribundo le pareció odioso, repugnante, tanto como amable y simpático y grato de añadidura a su posible fuga. A un hombre sin entrañas como él, no era la bondad lo que le llevaba a sentirse a disgusto en presencia de una emboscada, tendida en pleno corazón de la ciudad contra un ciudadano que, confiado e indefenso, escaparía de su casa sintiéndose protegido por la sombra de un amigo del Señor Presidente, protección que a la postre no pasaba de ser un ardid de refinada crueldad para amargar con el desengaño los últimos y atroces momentos de la víctima al verse burlada, cogida, traicionada, y un medio ingenioso para dar al crimen cariz legal, explicado como extremo recurso de la autoridad, a fin de evitar la fuga de un presunto reo de asesinato que iba a ser capturado el día siguiente. Muy otro era el sentimiento que llevaba a Cara de Ángel a desaprobar en silencio, mordiéndose los labios, una tan ruin y diabólica maquinación. De buena fe se llegó a consentir protector del general y por lo mismo con cierto derecho sobre su hija, derecho que sentía sacrificado al verse, después de todo, en su papel de siempre, de instrumento ciego, en su puesto de esbirro, en su sitio de verdugo. Un viento extraño corría por la planicie de su silencio. Una vegetación salvaje alzábase con sed de sus pestañas, con esa sed de los cactus espinosos, con esa sed de los árboles que no mitiga el agua del cielo. ¿Por qué será así el deseo? ¿Por qué los árboles bajo la lluvia tienen sed?
Relampagueó en su frente la idea de volver atrás, llamar a casa de Canales, prevenirle... (Entrevió a su hija que le sonreía agradecida.) Pero pasaba ya la puerta del fondín y Vásquez y sus hombres le reanimaron, aquél con su palabra y éstos con su presencia.
—Rempuje no más, que de mi parte queda lo que ordene. Sí, usté, estoy dispuesto a ayudarlo en todo, ¿oye?, y soy de los que no se rajan y tienen siete vidas, hijo de moro valiente.
Vásquez se esforzaba por ahuecar la voz de mujer para dar reciedumbre a sus entonaciones.
—Si usté no me hubiera traído la buena suerte —agregó en voz baja—, de fijo que no le hablaría como le estoy hablando. No, usté, créame que no. ¡Usté me enderezó el amor con la Masacuata, que ahora sí que se portó conmigo como la gente!
—¡Qué gusto encontrármelo aquí, y tan decidido; así me cuadran los hombres! —exclamó Cara de Ángel, estrechando la mano del victimario del Pelele con efusión—. ¡Me devuelven sus palabras, amigo Vásquez, el ánimo que me robaron los policías; hay uno por cada puerta!
—¡Venga a meterse un puyón para que se le vaya el miedo!
—¡Y conste que no es por mí, que, por mí, sé decirle que no es la primera vez que me veo en trapos de cucaracha; es por ella, porque, como usted comprende, no me gustaría que al sacarla de su casa nos echaran el guante y fuéramos presos!
—Pero vea usté, ¿quién se los va a cargar, si no quedará un policía en la calle ni para remedio cuando vean que en la casa hay sagueyo? No, usté, ni para remedio, y podría apostar mi cabeza. Se lo aseguro, usté. En cuanto vean donde afilar las de gato, todos se meterán a ver qué sacan, sin jerónimo de duda.
—¿Y no sería prudente que usted saliera a hablar con ellos, ya que tuvo la bondad de venir, y como saben que usted es incapaz...?
—¡Cháchara, nada de decirles nada; cuando ellos vean la puerta de par en par vana pensar: «por aquí, que no peco»... y hasta con dulce, usté! ¡Más cuando me vuelen ojo a mí, que tengo fama desde que nos metimos, con Antonio Libélula, a la casa de aquel curita que se puso tan afligido al vernos caer del tabanco en su cuarto y encender la luz, que nos tiró las llaves del armario donde estaba la mashushaca, envueltas en un pañuelo para que no sonaran al caer, y se hizo el dormido! Sí, usté, esa vez sí que salí yo franco. Y más que los muchachos están decididos —acabó Vásquez refiriéndose al grupo de hombres de mala traza, callados y pulgosos, que apuraban copa tras copa de aguardiente, arrojándose el líquido de una vez hasta el garguero y escupiendo amargo al despegarse el cristal de los labios—... ¡Sí, usté, están decididos!...
Cara de Ángel levantó la copa invitando a beber a Vásquez a la salud del amor. La Masacuata agregóse con una copa de anisado. Y bebieron los tres.
En la penumbra —por precaución no se encendió la luz eléctrica y seguía como única luz en la estancia la candela ofrecida a la Virgen de Chinquiquirá— proyectaban los cuerpos de los descamisados sombras fantásticas, alargadas como gacelas en los muros de color de pasto seco, y las botellas parecían llamitas de colores en los estantes. Todos seguían la marcha del reloj. Los escupitajos golpeaban el piso como balazos. Cara de Ángel, lejos del grupo, esperaba recostado de espaldas a la pared, muy cerca de la imagen de la Virgen. Sus grandes ojos negros seguían de mueble en mueble el pensamiento que con insistencia de mosca le asaltaba en los instantes decisivos: tener mujer e hijos. Sonrió para su saliva recordando la anécdota de aquel reo político condenado a muerte que, doce horas antes de la ejecución, recibe la visita del Auditor de Guerra, enviado de lo alto para que pida una gracia, incluso la vida, con tal que se reporte en su manera de hablar. «Pues la gracia que pido es dejar un hijo», responde el reo a quemarropa. «Concedida», le dice el Auditor y, tentándoselas de vivo, hace venir una mujer pública. El condenado, sin tocar a la mujer, la despide y al volver aquél le suelta: «¡Para hijos de puta basta con los que hay!...»www.esxue.com
Otra sonrisilla cosquilleó en las comisuras de sus labios mientras se decía: «¡Fui director del instituto, director de un diario, diplomático, diputado, alcalde, y ahora, como si nada, jefe de una cuadrilla de malhechores!... ¡Caramba, lo que es la vida! That is the life in the tropic!»
Dos campanadas se arrancaron de las piedras de la Merced.
—¡Todo el mundo a la calle! —gritó Cara de Ángel, y sacando el revólver dijo a la Masacuata antes de salir—: ¡Ya regreso con mi tesoro!
—¡Manos a la obra! —ordenó Vásquez, trepando como lagartija por una ventana a la casa del general, seguido de dos de la pandilla—. ¡Y... cuidado quién se raja!
En la casa del general aún resonaban las dos campanadas del reloj.
—¿Vienes, Camila?
—¡Sí, papaíto!
Canales vestía pantalón de montar y casaca azul. Sobre su casaca limpia de entorchados se destacaba, sin mancha, su cabeza cana. Camila llegó a sus brazos desfallecida, sin una lágrima, sin una palabra. El alma no comprende de felicidad ni la desgracia sin deletrearlas antes. Hay que morder y morder el pañuelo salóbrego de llanto, rasgarlo, hacerle dientes con los dientes. Para Camila todo aquello era un juego o una pesadilla; verdad, no, verdad no podía ser; algo que estuviera pasando, pasándole a ella, pasándole a su papá, no podía ser. El general Canales la envolvió en sus brazos para decirle adiós.
—Así abracé a tu madre cuando salí a la última guerra en defensa de la patria. La pobrecita se quedó con la idea de que yo no regresaría y fue ella la que no me esperó.
Al oír que andaban en la azotea, el viejo militar arrancó a Camila de sus brazos y atravesó el patio, por entre arriates y macetas con flores, hacia la puerta de la cochera. El perfume de cada azalea, de cada geranio, de cada rosal, le decía adiós. Le decía adiós el búcaro rezongón, la claridad de las habitaciones. La casa se apagó de una vez, como cortada a tajo del resto de las casas. Huir no era digno de un soldado... Pero la idea de volver a su país al frente de una revolución libertadora...
Camila, de acuerdo con el plan, salió a la ventana a pedir auxilio:
—¡Se están entrando los ladrones! ¡Se están entrando los ladrones! Antes de que su voz se perdiera en la noche inmensa acudieron los primeros gendarmes, los que cuidaban el frente de la casa, soplando los largos dedos huecos de los silbatos. Sonido destemplado de metal y madera. La puerta de la calle se franqueó en seguida. Otros agentes vestidos de paisanos asomaron a las esquinas, sin saber de qué se trataba, mas por aquello de las dudas, con el «Señor de la Agonía» bien afilado en la mano, el sombrero sobre la frente y el cuello de la chaqueta levantado sobre el pescuezo. La puerta de par en par se los tragaba a todos. Río revuelto. En las casas hay tanta cosa indispuesta con su dueño... Vásquez cortó los alambres de la luz eléctrica al subir al techo, y corredores y habitaciones eran una sola sombra dura. Algunos encendían fósforos para dar con los armarios, los aparadores, las cómodas. Y sin hacer más ni más las registraban de arriba abajo, después de hacer saltar las chapas a golpe vivo, romper los cristales a cañonazos de revólver o convertir en astillas las maderas finas. Otros, perdidos en la sala, derribaban las sillas, las mesas, las esquineras con retratos, barajas trágicas en la tiniebla, o manoteaban un piano de media cola que había quedado abierto y que se dolía como bestia maltratada cada vez que lo golpeaban.
A lo lejos se oyó una risa de tenedores, cucharas y cuchillos regados en el piso y en seguida un grito que machacaron de un golpe. La Chabelona ocultaba a Camila en el comedor, entre la pared y uno de los aparadores. El favorito la hizo rodar de un empellón. La vieja se llevó en las trenzas enredado el agarrador de la gaveta de los cubiertos, que se esparcieron por el suelo. Vásquez la calló de un barretazo. Pegó al bulto. No se veían ni las manos.