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《总统先生》(16)

时间:2011-12-10来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:《总统先生》(16) En la Casa Nueva A un salto de las ocho de la maana (buenos das aqullos de la clepsidra, cuando no haba relojes saltamontes, ni se contaba el tiempo a brincos!) fue encerrada Nia Fedina en un calabozo que era casi una
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《总统先生》(16)

En la Casa Nueva
A un salto de las ocho de la mañana (¡buenos días aquéllos de la clepsidra, cuando no había relojes saltamontes, ni se contaba el tiempo a brincos!) fue encerrada Niña Fedina en un calabozo que era casi una sepultura en forma de guitarra, previa su filiación regular y un largo reconocimiento de lo que llevaba sobre su persona. La registraron de la cabeza a los pies, de las uñas a los sobacos, por todas partes —registro enojosísimo— y con más minuciosidad al encontrarle en la camisa una carta del general Canales, escrita de su puño y letra, la carta que ella había recogido del suelo en la casa de éste.
Fatigada de estar de pie y sin espacio en el calabozo para dos pasos, se sentó —después de todo era mejor estar sentada—, mas al cabo de un rato volvió a levantarse. El frío del piso le ganaba las asentaderas, las canillas, las manos, las orejas —la carne es heladiza—, y en pie estuvo de seguida otro rato, si bien más tarde tornó a sentarse, y a levantarse y a sentarse y a levantarse...
En los patios se oía cantar a las reclusas que sacaban de los calabozos a tomar el sol, tonadas con sabor de legumbres crudas, a pesar de tanto hervor de corazón como tenían. Algunas de estas tonadas, que a veces quedábanse tatareando con voz adormecida, eran de una monotonía cruel, cuyo peso encadenador rompían, de repente, gritos desesperados... Blasfemaban..., insultaban..., maldecían...
Desde el primer momento atemorizó a Niña Fedina una voz destemplada que en tono de salmodia repetía y repetía:
De la Casa-Nueva
a las casas malas,
cielito lindo,
no hay más que un paso,
y ahora que estamos solos,
cielito lindo, dame un abrazo.
¡Ay, ay, ay, ay!
Dame un abrazo,
que de ésta, a las
malas casas,
cielito lindo,
no hay más que un paso.
Los dos primeros versos disonaban del resto de la canción; sin embargo, esta pequeña dificultad parecía encarecer el parentesco cercano de las casas malas y la Casa-Nueva. Se desgajaba el ritmo, sacrificado a la realidad, para subrayar aquella verdad atormentadora, que hacía sacudirse a Niña Fedina con miedo de tener miedo cuando ya estaba temblando y sin sentir aún todo el miedo, el indiscernible y espantoso miedo que sintió después, cuando aquella voz de disco usado que escondía más secretos que un crimen, la caló hasta los huesos. Desayunarse de canción tan aceda, era injusto. Una despellejada no se revuelve en su tormento como ella en su mazmorra, oyendo lo que otras detenidas, sin pensar que la cama de la prostituta es más helada que la cárcel, oirían tal vez como suprema esperanza de libertad y de calor.
El recuerdo de su hijo la sosegó. Pensaba en él como si aún lo llevara en las entrañas. Las madres nunca llegan a sentirse completamente vacías de sus hijos. Lo primero que haría en saliendo de la cárcel, sería bautizarlo. Estaba pendiente el bautizo. Era lindo el faldón y linda la cofia que le regaló la señorita Camila. Y pensaba hacer la fiesta con tamal y chocolate al desayuno, arroz a la valenciana y pipián al mediodía, agua de canela, horchata, helados y barquillos por la tarde. Al tipógrafo del ojo de vidrio ya le diera el encargo de las estampitas impresas con que pensaba obsequiar a sus amistades. Y quería que fueran dos carruajes de «onde Shumann», de ésos de los caballotes que semejan locomotoras, de cadenas plateadas que hacen ruido y de cocheros de leva y sombrero de copa. Luego trató de quitarse de la cabeza estos pensamientos, no le fuera a suceder lo que cuentan que le pasó a aquel que la víspera de su matrimonio se decía: «mañana, a estas horas, ya te verás, boquita!», y a quien, por desgracia, el día siguiente, antes de la boda, pasando por una calle, le dieron un ladrillazo en la boca.
Y volvió a pensar en su hijo, y tan adentro se le fue el gozo, que, sin fijarse, tenía puestos los ojos en una telaraña de dibujos indecentes, a cuya vista se turbó de nuevo. Cruces, frases santas, nombres de hombres, fechas, números cabalísticos, enlazábanse con sexos de todos tamaños. Y se veían: la palabra Dios junto a un falo, un número 13 sobre un testículo monstruoso, y diablos con cuernos retorcidos como candelabros, y florecillas de pétalos en forma de dedos, y caricaturas de jueces y magistrados, y barquitos, y áncoras, y soles, y cunas, y botellas, y manecitas entrelazadas, y ojos y corazones atravesados por puñales, y soles bigotudos como policías, y lunas con cara de señorita vieja, y estrellas de tres y cinco picos, y relojes, y sirenas, y guitarras con alas, y flechas...
Aterrorizada, quiso alejarse de aquel mundo de locuras perversas, pero dio contra los otros muros también manchados de obscenidades. Muda de pavor cerró los ojos; era una mujer que empezaba a rodar por un terreno resbaladizo y a su paso, en lugar de ventanas, se abrían simas y el cielo le enseñaba las estrellas como un lobo de dientes.
Por el suelo, un pueblo de hormigas se llevaba una cucaracha muerta. Niña Fedina, bajo la impresión de los dibujos, creyó ver un sexo arrastrado por su propio vello hacia las camas del vicio.
De la Casa-Nueva
a las casas malas,
cielito lindo...
Y volvía la canción a frotarle suavemente astillitas de vidrio en la carne viva, como lijándole el pudor femenino.
En la ciudad continuaba la fiesta en honor del Presidente de la República. En la Plaza Central se alzaba por las noches la clásica manta de las vistas a manera de patíbulo, y exhibíanse fragmentos de películas borrosas a los ojos de una multitud devota que parecía asistir a un auto de fe. Los edificios públicos se destacaban iluminados en el fondo del cielo. Como turbante se enrollaba un tropel de pasos alrededor del parque de forma circular, rodeado de una verja de agudísimas puntas. Lo mejor de la sociedad, reunido allí, daba vueltas en las noches de fiesta, mientras la gente del pueblo presenciaba aquel cinematógrafo, bajo las estrellas, con religioso silencio. Un sardinero de viejos y viejas, de lisiados y matrimonios que ya no disimulaban el fastidio, bostezo y bostezo, seguían desde los bancos y escaños del jardín a los paseantes, que no dejaban muchacha sin piropo ni amigo sin saludo. De tiempo en tiempo, ricos y pobres levantaban los ojos al cielo: un cohete de colores, tras el estallido, deshilaba sedas de güipil en arco iris.
La primera noche en un calabozo es algo terrible. El prisionero se va quedando en la sombra como fuera de la vida, en un mundo de pesadilla. Los muros desaparecen, se borra el techo, se pierde el piso, y, sin embargo, ¡qué lejos el ánima de sentirse libre!; más bien se siente muerta.
Apresuradamente, Niña Fedina empezó a rezar: «¡Acordaos, oh misericordiosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que haya sido abandonado de vos ninguno de cuantos han acudido a vuestro amparo, implorando vuestro auxilio y reclamando vuestra protección! Yo, animada con tal confianza, acudo a vos, oh Madre Virgen de las Vírgenes, a vos me acerco y llorando mis pecados me postro delante de vuestros pies. No desechéis mis súplicas, oh Virgen María; antes bien oídlas propicia y acogedlas. Amén.» La sombra le apretaba la garganta. No pudo rezar más. Se dejó caer y con los brazos, que fue sintiendo muy largos, muy largos, abarcó la tierra helada, todas las tierras heladas, de todos los presos, de todos los que injustamente sufren persecución por la justicia, de los agonizantes y caminantes... Y ya fue de decir la letanía...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Poco a poco, se incorporó. Tenía hambre. ¿Quién le daría de mamar a su hijo? A gatas acercóse a la puerta, que golpeó en vano.
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
A lo lejos se oyeron sonar doce campanadas...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
En el mundo de su hijo...
Ora pronobis...
Doce campanadas, las contó bien... Reanimada, hizo esfuerzos para pensarse libre y lo consiguió. Viose en su casa, entre sus cosas y sus conocidos, diciendo a la Juanita: «¡adiós, me alegro de verla!», saliendo a llamar a palmotadas a la Gabrielita, atalayando el carbón, saludando con una reverencia a don Timoteo. Su negocio se le antojaba como algo vivo, como algo hecho de ella y de todos...
Fuera, seguía la fiesta, la manta de las vistas en lugar del patíbulo y la vuelta al parque de los esclavos atados a la noria.
Cuando menos lo esperaba se abrió la puerta del calabozo. El ruido de los cerrojos la hizo recoger los pies, como si de pronto se hubiera sentido a la orilla de un precipicio. Dos hombres la buscaron en la sombra y, sin dirigirle la palabra, la empujaron por un corredor estrecho, que el viento nocturno barría a soplidos, y por dos salas en tinieblas, hacia un salón alumbrado. Cuando ella entró, el Auditor de Guerra hablaba con el amanuense en voz baja.
«¡Éste es el señor que le toca el armonio a la Virgen del Carmen! —se dijo Niña Fedina—. Ya me parecía conocerle cuando me capturaron; lo he visto en la iglesia. ¡No debe ser mal hombre!...»
Los ojos del Auditor se fijaron en ella con detenimiento. Luego la interrogó sobre sus generales: nombre, edad, estado, profesión, domicilio. La mujer de Rodas contestó a estas cuestiones con entereza, agregando por su parte, cuando el amanuense aún escribía su última respuesta, una pregunta que no se oyó bien porque a tiempo llamaron por teléfono y escuchóse, crecida en el silencio de la habitación vecina, la voz ronca de una mujer que decía: «... ¡Sí! ¿Cómo siguió?... ... ¡Que me alegro!... ...Yo mandé a preguntar esta mañana con la Canducha... ¿El vestido?... ...El vestido está bueno, sí, está bien tallado... ¿Cómo? ...No. No, no está manchado... ...Sí, sí... ...Sí..., vengan sin falta... Adiós... Que pasen buena noche... Adiós...»
El Auditor, mientras tanto, respondía a la pregunta de Niña Fedina en tono familiar de burla cruel y lépera:
—Pues no tenga cuidado, que para eso estamos nosotros aquí, para dar informes a las que, como usted, no saben por qué están detenidas...
Y cambiando de voz, con los ojos de sapo crecidos en las órbitas, agregó con lentitud:
—Pero antes va usted a decirme lo que hacía en la casa del general Eusebio Canales esta mañana.
—Había... Había ido a buscar al general para un asunto...
—¿Un asunto de qué si se puede saber?...
—¡Un mi asuntito, señor! ¡Un mi mandado! De... vea... Se lo voy a decir todo de una vez: para decirle que lo iban a capturar por el asesinato de ese coronel no sé cuántos que mataron en el portal...
—¿Y que todavía tiene cara de preguntar por qué está presa? ¡Bandida! ¿Le parece poco, poco?... ¡Bandida! ¿Le parece poco, poco?...
A cada poco la indignación del Auditor crecía.
—¡Espéreme, señor, que le diga! ¡Espéreme, señor, si no es lo que usted está creyendo de mí! ¡Espéreme, óigame, por vida suya, si cuando yo llegué a la casa del general, el general ya no estaba; yo no lo vi, yo no vi a ninguno, todos se habían ido, la casa estaba sola, la criada andaba por allí corriendo!
—¿Le parece poco? ¿Le parece poco? ¿Y a qué hora llegó usted?
—¡Sonando en el reló de la Mercé las seis de la mañana, señor!
—¡Qué bien se acuerda! ¿Y cómo supo usted que el general Canales iba a ser preso?
—¡Yo!
—¡Sí, usted!
—¡Por mi marido lo supe!
—Y su marido. ¿Cómo se llama su marido?
—¡Genaro Rodas!
—¿Por quién lo supo? ¿Cómo lo supo? ¿Quién se lo dijo?
—Por un amigo, señor, uno llamádose Lucio Vásquez, que es de la policía secreta; ése se lo contó a mi marido y mi marido...
—¡Y usted al general! —se adelantó a decir el Auditor.
Niña Fedina movió la cabeza como quien dice: ¡Qué negro, NO!
—¿Y qué camino tomó el general?
—¡Pero por Dios Santo, si yo no he visto al general, como se lo estoy diciendo! ¿No me oye, pues? ¡No lo he visto, no lo he visto! ¡Qué me sacaba yo con decirle que no: y pior si eso es lo que está escribiendo en mi declaración ese señor!... —y señaló al amanuense, que la volvió a mirar, con su cara pálida y pecosa, de secante blanco que se ha bebido muchos puntos suspensivos.
—¡A usted poco le importa lo que él escribe! ¡Responda a lo que se le pregunta! ¿Qué camino tomó el general?
Sobrevino un largo silencio. La voz del Auditor, más dura, martilló:
—¿Qué camino tomó el general?
—¡No sé! ¿Qué quiere que le responda yo de eso? ¡No sé, no le vi, no le hablé!... ¡Vaya una cosa!
—¡Mal hace usted en negarlo, porque la autoridad lo sabe todo, y sabe que usted habló con el general!
—¡Mejor me da risa!
—¡Óigalo bien y no se ría, que todo lo sabe la autoridad, todo, todo! —a cada todo hacía temblar la mesa—. Si usted no vio al general, ¿de dónde tenía usted esta carta?... Ella sola vino volando y se le metió en la camisa, ¿verdad?
—Ésa es la carta que me encontré botada en la casa de él; la pepené del suelo cuando ya salía; pero mejor ya no le digo nada, porque usted no me cree, como si yo fuera alguna mentirosa.
—¡La pepené!... ¡Ni hablar sabe! —refunfuñó el amanuense.
—Vea, déjese de cuentos, señora, y confiese la verdad, que lo que se está preparando con sus mentiras es un castigo que se va a acordar de mí toda su vida.
—¡Pues lo que le he dicho es la verdá; ahora, si usted no quiere creerlo así, tampoco es mi hijo para que yo se lo haga entender a palos!
—¡Le va costar muy caro, vea que se lo estoy diciendo! Y, otra cosa; ¿qué tenía usted que hacer con el general? ¿Qué era usted, qué es usted de él? Su hermana, su qué... ¿Qué se sacó?...
—Yo... del general... nada, onque tal vez sólo lo habré visto dos veces; pero ái tiene usted, que cupo la casualidad de que yo tenía apalabrada a su hija, para que me llevara al bautismo a mi hijo...
—¡Eso no es una razón!
—Ya era casi mi comadre, señor!
El amanuense agrego por detrás:
—¡Son embustes!
—Y si yo me afligí y perdí la cabeza y corrí adonde corrí, fue porque ese Lucio le contó a mi marido que un hombre iba a robarse a la hija de...
—¡Déjese de mentiras! Más vale que me confiese por las buenas el paradero del general, que yo sé que usted lo sabe, que usted es la única que lo sabe y que nos lo va a decir aquí, sólo a nosotros, sólo a mí... ¡Déjese de llorar, hable, la oigo!
Y amortiguando la voz, hasta tomar acento de confesor añadió:
—Si me dice en dónde está el general..., vea, óigame; yo sé que usted lo sabe y que me lo va a decir; si me dice el sitio donde el general se escondió, la perdono; óigame, pues, la perdono; la mando poner en libertad y de aquí se va ya derechito a su casa, tranquilamente... Piénselo... ¡Piénselo bien...!
—¡Ay, señor, si yo supiera se lo diría! Pero no lo sé, cabe la desgracia que no lo sé... ¡Santísima Trinidad, qué hago yo!
—¿Por qué me lo niega? ¿No ve que con eso usted misma se hace daño?
En las pausas que seguían a las frases del auditor, el amanuense se chupaba las muelas.
—Pues si no vale que la esté tratando por bien, porque ustedes son mala gente —esta última frase la dijo el Auditor más ligero y con un enojo creciente de volcán en erupción—, me lo va a decir por mal. Sepa que usted ha cometido un delito gravísimo contra la seguridad del Estado, y que está en manos de la justicia por ser responsable de la fuga de un traidor, sedicioso, rebelde, asesino y enemigo del Señor Presidente... ¡Y ya es mucho decir, esto ya es mucho decir, mucho decir!
La esposa de Rodas no sabía qué hacer. La palabras de aquel hombre endemoniado escondían una amenaza inmediata, tremenda, algo así como la muerte. La temblaban las mandíbulas, los dedos, las piernas... Al que le tiemblan los dedos diríase que ha sacado los huesos, y que sacude como guantes, las manos. Al que le tiemblan las mandíbulas sin poder hablar está telegrafiando angustias. Y al que le tiemblan las piernas va de pie en un carruaje que arrastran, como alma que se lleva el diablo, dos bestias desbocadas.
—¡Señor! —imploró.
—¡Vea que no es juguete! ¡A ver, pronto! ¿Dónde está el general? Una puerta se abrió a lo lejos para dar paso al llanto de un niño. Un llanto caliente, acongojado...
—¡Hágalo por su hijo!
Ni bien el auditor había dicho así y la Niña Fedina, erguida la cabeza, buscaba por todos lados a ver de dónde venía el llanto.
—Desde hace dos horas está llorando, y es en balde que busque dónde está... ¡Llora de hambre y se morirá de hambre si usted no me dice el paradero del general!
Ella se lanzó por una puerta, pero le salieron al paso tres hombres, tres bestias negras que sin gran trabajo quebraron sus pobres fuerzas de mujer. En aquel forcejeo inútil se le soltó el cabello, se le salió la blusa de la faja y se le desprendieron las enaguas. Pero qué le importaba que los trapos se le cayeran. Casi desnuda volvió arrastrándose de rodillas a implorar del Auditor que le dejara dar el pecho a su mamoncito.
—¡Por la Virgen del Carmen, señor —suplicó abrazándose al zapato del licenciado—; sí, por la Virgen del Carmen, déjeme darle de mamar a mi muchachito; vea que está que ya no tiene fuerzas para llorar, vea que se me muere; aunque después me mate a mí!
—¡Aquí no hay Vírgenes del Carmen que valgan! ¡Si usted no me dice dónde está oculto el general, aquí nos estamos, y su hijo hasta que reviente de llorar!
Como loca se arrodilló ante los hombres que guardaban la puerta. Luego luchó con ellos. Luego volvió a arrodillarse ante el Auditor, a quererle besar los zapatos.
—¡Señor, por mi hijo!
—Pues por su hijo: ¿dónde está el general? ¡Es inútil que se arrodille y haga toda esa comedia, porque si usted no responde a lo que le pregunto, no tenga esperanza de darle de mamar a su hijo!
Al decir esto, el Auditor se puso de pie, cansado de estar sentado. El amanuense se chupaba las muelas, con la pluma presta a tomar la declaración que no acababa de salir de los labios de aquella madre infeliz.
—¿Dónde está el general?
En las noches de invierno, el agua llora en las reposaderas. Así se oía el llanto del niño, gorgoriteante, acoquinado.
—¿Dónde está el general?
Niña Fedina callaba como una bestia herida, mordiéndose los labios sin saber qué hacer.
—¿Dónde está el general?
Así pasaron cinco, diez, quince minutos. Por fin el Auditor, secándose los labios con un pañuelo de orilla negra, añadió a todas sus preguntas la amenaza:
—¡Pues si no me dice, va a molernos un poco de cal viva a ver si así se acuerda del camino que tomó ese hombre!
—¡Todo lo que quieran hago; pero antes déjenme que... que... que le dé de mamar al muchachito! ¡Señor, que no sea así, vea que no es justo! ¡Señor, la criaturita no tiene la culpa! ¡Castígueme a mí como quiera!
Uno de los hombres que cubrían la puerta la arrojó al suelo de un empujón; otro le dio un puntapié que la dejó por tierra. El llanto y la indignación le borraban los ladrillos, los objetos: No sentía más que el llanto de su hijo.
Y era la una de la mañana cuando empezó a moler la cal para que no le siguieran pegando. Su hijito lloraba...
De tiempo en tiempo, el Auditor repetía:
—¿Dónde está el general? ¿Dónde está el general?
La una...
Las dos...
Por fin, las tres... Su hijito lloraba...
Las tres cuando ya debían ser como las cinco...
Las cuatro no llegaban... Y su hijito lloraba...
Y las cuatro... Y su hijito lloraba...
—¿Dónde está el general? ¿Dónde está el general?
Con las manos cubiertas de grietas incontables y profundas, que a cada movimiento se le abrían más, los dedos despellejados de las puntas, llagados los entrededos y las uñas sangrantes, Niña Fedina bramaba del dolor al llevar y traer la mano de la piedra sobre la cal. Cuando se detenía a implorar, por su hijo más que por su dolor, la golpeaban.
—¿Dónde esta el general? ¿Dónde está el general?
Ella no escuchaba la voz del auditor. El llorar de su hijo, cada vez más apagado, llenaba sus oídos.
A las cinco menos veinte la abandonaron sobre el piso, sin conocimiento. De sus labios caía una baba viscosa y de sus senos lastimados por fístulas casi invisibles, manaba la leche más blanca que la cal. A intervalos corrían de sus ojos inflamados llantos furtivos.
Más tarde —ya pintaba el alba— la trasladaron al calabozo. Allí despertó con su hijo moribundo, helado, sin vida, como un muñeco de trapo. Al sentirse en el regazo materno, el niño se reanimó un poco y no tardó en arrojarse sobre el seno con avidez; mas, al poner en él la boquita, y sentir el sabor acre de la cal, soltó el pezón y soltó el llanto, e inútil fue cuanto ella hizo después porque lo volviera a tomar. Con la criatura en los brazos dio voces, golpeó la puerta... Se le enfriaba... Se le enfriaba... Se le enfriaba... No era posible que le dejaran morir así cuando era inocente, y tornó a golpear la puerta y a gritar...
—¡Ay, mi hijo se me muere! ¡Ay, mi hijo se me muere! ¡Ay, mi vida, mi pedacito, mi vida!... ¡Vengan, por Dios! ¡Abran! ¡Por Dios, abran! ¡Se me muere mi hijo! ¡Virgen Santísima! ¡San Antonio bendito! ¡Jesús de Santa Catarina!
Fuera seguía la fiesta. El segundo día como el primero. La manta de las vistas a manera de patíbulo y la vuelta al parque de los esclavos atados a la noria.

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