《总统先生》(17)
XVII
Amor urdemales
—... ¡Si vendrá, si no vendrá!
—¡Como si lo estuviera viendo!
—Ya tarda; pero con tal que venga, ¿no le parece?
—De eso esté usté segura, como de que ahora es de noche; una oreja me quito si no viene. No se atormente...
—¿Y cree usté que me va a traer noticias de papá? Él me ofreció... —Por supuesto... Pues con mayor razón...
—¡Ay, Dios quiera que no me traiga malas noticias!... Estoy que no sé... Me voy a volver loca... Quisiera que viniera pronto para salir de dudas, y que mejor no viniera si me trae malas noticias.
La Masacuata seguía desde el rincón de la cocinita improvisada las palpitaciones de la voz de Camila, que hablaba recostada en la cama. Una candela ardía pegada al suelo delante de la Virgen de Chiquinquirá.
—En lo que está usté; ya lo creo que va a venir, y con noticias que le van a dar gusto, acuérdese de mí... Que dónde lo estoy leyendo, dirá usté... Me se pone y lo que es para eso de las corazonadas soy infalible... ¡Mirá con quién, con los hombres!... Bueno, si yo le fuera a contar... Es verdá que un dedo no hace mano, pero todos son lo mismo: al olor del hueso ái están que parecen chuchos...
El ruido del soplador espaciaba las frases de la fondera. Camila la veía soplar el fuego sin ponerle asunto.
—El amor, niña, es como las granizadas. Cuando se empiezan a chupar, acabaditas de hacer, abunda el jarabe que es un contento; por todos lados sale y hay que apurarse a jalar para adentro, que si no, se cae; pero después, después no queda más que un terrón de hielo desabrido y sin color.
Por la calle se oyeron pasos. A Camila le latía el corazón tan fuerte que tuvo que oprimírselo con las dos manos. Pasaron por la puerta y se alejaron presto.
—Creía que era él...
—No debe tardar...
—Debe ser que fue adonde mis tíos antes de venir aquí; probablemente se venga con él mi tío Juan...
—¡Chist, gato! El gato se está bebiendo su leche, espántelo... Camila volvió a mirar al animal que, asustado por el grito de la fondera, se lamía los bigotes empapados en leche, cerca de la taza olvidada en una silla.
—¿Cómo se llama su gato?
—Benjuí...
—Yo tenía uno que se llamaba Gota; era gata...
Ahora sí se oyeron pasos y tal vez que...
Era él.
Mientras la Masacuata desatrancaba la puerta, Camila se pasó las manos por los cabellos para arreglárselos un poco. El corazón le daba golpes en el pecho. Al final de aquel día que ella creyó por momentos eterno, interminable, que no iba a acabar nunca, estaba entumecida, floja, sin ánimo, ojerosa, como la enferma que oye cuchichear de los preparativos de su operación.
—¡Sí, señorita, buenas noticias! —dijo Cara de Ángel desde la puerta, cambiando la cara de pena que traía.
Ella esperaba de pie al lado de la cama, con una mano puesta sobre la cabecera, los ojos llenos de lágrimas y el semblante frío. El favorito le acarició las manos.
—Las noticias de su papá, que son las que más le interesan, primero... —pronunciadas estas palabras se fijó en la Masacuata, y entonces, sin cambiar de tono de voz, mudó de pensamiento—. Pues su papá no sabe que está usted aquí escondida...
—¿Y dónde está él...?
—¡Cálmese!
—¡Con sólo saber que no le ha pasado nada, me conformo!
—Siéntese, donnn... —se interpuso la fondera, ofreciendo la banquita a Cara de Ángel.
—Gracias...
—Y como de necesidad ustedes tendrán su qué hablar, si no se le ofrece nada, van a dejar que me vaya para volver de acún rato. Voy a salir a ver qué es de Lucio, que se fue desde esta mañana y no ha regresado.
El favorito estuvo a punto de pedir a la fondera que no lo dejara a solas con Camila.
Pero ya la Masacuata pasaba al patiecito oscuro a cambiarse de enagua y Camila decía:
—Dios se lo pague por todo, ¿oye, señora?... ¡Pobre, tan buena que es!... Y tiene gracia todo lo que habla. Dice que usted es muy bueno, que es usted muy rico y muy simpático, que lo conoce hace mucho tiempo...
—Sí, es mera buena. Sin embargo, no se podía hablar ante ella con toda confianza y estuvo mejor que se largara. De su papá todo lo que se sabe es que va huyendo, y mientras no pase la frontera no tendremos noticias ciertas. Y diga: ¿le contó algo de su papá usted a esa mujer?
—No, porque creí que estaba enterada de todo...
—Pues conviene que no sepa ni media palabra...
—Y mis tíos, ¿qué le dijeron?
—No los pude ir a ver por andar agenciándome noticias de su papá; pero ya les anuncié mi visita para mañana.
—Perdone mis exigencias, pero usted comprende, me sentiré más consolada allí con ellos; sobre todo con mi tío Juan; él es mi padrino y ha sido para mí como mi padre...
—¿Se veían ustedes muy a menudo?
—Casi todos los días... Casi..., sí... Sí, porque cuando no íbamos a su casa, él venía a la nuestra con su señora o solo. Es el hermano a quien más ha querido mi papá. Siempre me dijo: «Cuando yo falte te dejaré con Juan, y a él debes buscar y obedecer como si fuera tu padre». Todavía el domingo comimos todos juntos.
—En todo caso quiero que usted sepa que si yo la escondí aquí fue para evitar que la atropellara la policía y porque esto quedaba más cerca.
El cansancio de la candela sin despabilar flotaba como la mirada de un miope. Cara de Ángel se veía en aquella luz disminuido en su personalidad, medio enfermo, y miraba a Camila más pálida, más sola y más chula que nunca en su trajecito color limón.
—¿En qué piensa?...
Su voz tenía intimidad de hombre apaciguado.
—En las penas en que andará mi pobre papá huyendo por sitios desconocidos, oscuros, no me explico bien, con hambre, con sueño, con sed y sin amparo. La Virgen lo acompañe. Todo el día le he tenido su candela encendida...
—No piense en esas cosas, no llame la desgracia; las cosas tienen que suceder como está escrito que sucedan. ¡Qué lejos estaba usted de conocerme y qué lejos estaba yo de poder servir a su papá!... —Y apañándole una mano, que ella se dejó acariciar, fijaron ambos los ojos en el cuadro de la Virgen.
El favorito pensaba:
¡En el ojo de la llave del cielo
cabrías bien, porque fue el cerrajero,
cuando nacías, a sacar con nieve
la forma de tu cuerpo en un lucero!
La estrofa, sin razón de ser en aquellos momentos, quedó suelta en su cabeza y como confundida a la palpitación en que se iban envolviendo sus dos almas.
—¿Y qué me dice usted? Ya mi papá irá muy lejos; se sabrá cuando más o menos...
—No tengo ni idea, pero es cuestión de días...
—¿De muchos días?
—No...
—Mi tío Juan tal vez tiene noticias...
—Probablemente...
—Algo le pasa a usted cuando le hablo de mis tíos...
—Pero ¡qué está usted diciendo! De ninguna manera. Por el contrario, pienso que sin ellos mi responsabilidad sería mayor. Adónde iba yo a llevarla a usted si no estuvieran ellos...
Cara de Ángel cambiaba de voz cuando se dejaba de fantasear sobre la fuga del general y hablaba de los tíos, del general que se temía ver regresar amarrado y seguido de una escolta, o frío como un tamal en un tapesco ensangrentado.
La puerta se abrió de repente. Era la Masacuata, que entraba que se hacía pedazos. Las trancas rodaron por el suelo. Un soplo de aire hamaqueó la luz.
—Acepten y perdonen que les interrumpa y que venga así tan brusca... ¡Lucio está preso!... Me lo acababa de decir una mi conocida cuando me llegó este papelito. Está en la Penitenciaría... ¡Chismes de ese Genaro Rodas! ¡Lástima de pantalones de hombre! ¡No he tenido gusto en toda la santa tarde! A cada rato el corazón me hacía pon-gón, pon-gón, pon-gón... Ái fue a decir que usted y Lucio se habían sacado a la señorita de su casa...
El favorito no pudo impedir la catástrofe. Un puñado de palabras y la explosión... Camila, él y su pobre amor acababan de volar deshechos en un segundo, en menos de un segundo... Cuando Cara de Ángel empezó a darse cuenta de la realidad, Camila lloraba sin consuelo tirada de bruces sobre la cama; la fondera seguía habla que habla contando los detalles del rapto, sin comprender el mundo que precipitaba en las simas de la desesperación con sus palabras, y en cuanto a él, sentía que lo estaban enterrando vivo con los ojos abiertos.
Después de llorar mucho rato se levantó Camila como sonámbula, pidiendo a la fondera algo con que taparse para salir a la calle.
—Y si usted es, como dice, un caballero —se volvió a decir a Cara de Ángel, cuando aquélla le hubo dado un perraje—, acompáñame a casa de mi tío Juan.
El favorito quiso decir eso que no se puede decir, esa palabra inexpresable con los labios y que baila en los ojos de los que golpea la fatalidad en lo más íntimo de su esperanza.
—¿Dónde está mi sombrero? —preguntó con la voz ronca de tragar saliva de angustias.
Y ya con el sombrero en la mano volvióse al interior de la fonda para mirar nuevamente, antes de partir, el sitio en que acababa de naufragar una ilusión.
—Pero... —objetó ya para dejar la puerta—, me temo que sea demasiado tarde...
—Si fuéramos a casa ajena, sí; pero vamos a mi casa; donde cualquiera de mis tíos sepa usted que estoy en mi casa...
Cara de Ángel la detuvo de un brazo con suavidad y como arrancándose el alma, le dijo violentamente la verdad:
—En casa de sus tíos ni pensarlo; no quieren oír hablar de usted, no quieren saber nada del general, lo desconocen como hermano. Me lo ha dicho hoy su tío Juan...
—¡Pero usted mismo acaba de decirme que no los ha visto, que les anunció su visita!... ¿En qué quedamos? ¡Olvida usted sus palabras de hace un momento y calumnia a mis tíos para retener en esta fonda a la prenda robada que se le va de las manos! ¡Que mis tíos no quieren oír hablar de nosotros, que no me reciben en su casal... Bueno, está usted loco. ¡Venga, acompáñeme, para que se convenza de lo contrario!
—No estoy loco, no crea, y daría la vida porque no fuera usted a exponerse a un desprecio, y si he mentido es porque... no sé... Mentía por ternura, por querer ahorrarle hasta el último momento el dolor que ahora va a sufrir... Yo pensaba volver a suplicarles mañana, menear otras pitas, pedirles que no la dejaran en la calle abandonada, pero eso ya no es posible, ya usted va andando, ya no es posible...
Las calles alumbradas se ven más solas. La fondera salió con la candela que ardía ante la Virgen para seguirles los primeros pasos. El viento se la apagó. La llamita hizo movimiento de santiguada.