DEJO á Barcelona entregada á su industria poderosa y á sus hábitos mercantiles y me vuelvo á Madrid.... Llego á la estación del ferrocarril en busca del tren que ha de conducirme á la corte, y advierto con profunda sorpresa que el andén está lleno de peregrinos de todas clases, procedentes de Roma y que se disponen á regresar á sus pueblos respectivos.
En mi coche penetran varios, y entre ellos una señora con una perra, á la que trata de ocultar en el seno para no incurrir en las iras de los empleados.... La perra, que es muy juguetona, salta sobre mis rodillas y se pone á escarbar encima de mis pantalones como si estuviera en el campo.
—Celina—le dice su ama cariñosamente,—lame á este caballero para manifestarle tus simpatías.
—No, señora—contesto yo,—dígale V. que no se moleste.
—Quiero que vea V. su docilidad.
La perra dirige á la señora una mirada de infinita ternura y se pone á lamer á los viajeros, uno por uno, hasta que llega á un fabricante de corchos, hombre iracundo, sin fe religiosa, ni aseo personal, que al sentirse lamido suelta un terno y quiere matar á la perra con el lío de los paraguas.
Los demás viajeros conseguimos tranquilizarle, y la señora se ve acometida de un estremecimiento nervioso, y comienza á herir la delicadeza del fabricante desatándose en improperios contra los corchos, hasta que llega el interventor del tren y exige el billete de la perra con mal talante.
—¿Cómo?—grita la señora.—Un animalito que no pasa de los seis años, ¿va á pagar billete entero, como si fuese una persona mayor?
—No hay más remedio.
—Pues esto es un abuso, y en cuanto llegue á Madrid se lo contaré todo á Conejo, que es de la mayoría parlamentaria y se tutea con un primo de Salvador.
Al fin se conmueve el empleado, y exige sólo por la perra el importe de medio billete, considerándola niña de lanas.
Y en éstas y las otras llegamos á Manresa, donde hay varios viajeros esperando el tren para tomarlo poco menos que á la bayoneta.
La señora se pone de pie delante de la portezuela á fin de evitar el asalto, pero ellos no cejan en su propósito y atropellan todo lo existente.
Entre los recién llegados figura un teniente de carabineros que viaja con un saco de noche, dos sombrereras, una escopeta de dos cañones y un manojo de sables atados con un cordel. La perra ve aquellos instrumentos mortíferos y se pone á ladrar como una loca.
—Aquí no hay sitio para todo ese equipaje—dice la señora estrechando á la perra contra su corazón.
—¿Que no?—contesta el militar sonriendo.
Y deja caer los bultos sobre el almohadón del coche; después se quita las botas, abre el saco de noche, saca unas babuchas que parecen dos orejas de elefante y se las calza con la mayor tranquilidad murmurando:
—¿Ve V. como hay sitio para todo?
La señora se muerde los labios.
Detrás del teniente penetran dos curas y se sientan encima de la perra, haciéndola prorrumpir en sollozos agudos. Entonces ocurre lo que no puede referirse; la señora pierde la calma y quiere arañar al clero; el fabricante se subleva porque le ha pisado la señora un juanete; ruge el carabinero y se asustan los sacerdotes hasta que se restablece la calma y cada cual busca el medio de descansar mejor.
Un peregrino se sienta á mi lado, apoya la cabeza en mi hombro y se queda dormido, rozándome dulcemente la mejilla con la media docena de pelos que adornan su frente. Otro peregrino saca un salchichón, que parece una escopeta, y se pone á comer rajas y á tararear un himno piadoso. Algunas veces va á levantar el salchichón y me da con él en la cabeza.
Cuando llego á Madrid, quiero abrazar á un amigo que me espera en la estación y las fuerzas me faltan.
—¿Qué tienes?—me pregunta.—¿Estás malo?
—¿Cómo quieres que esté un hombre que ha venido desde Barcelona debajo de dos peregrinos, y amenazado constantemente por una perra, una señora y un salchichón?