...PRÓXIMO ya á los sesenta años, el marqués de Torres-Nobles adoptó la resolución de retirarse á su hacienda de Fuencar, única propiedad que no tenía hipotecada. Allí se dedicó exclusivamente á cuidar de su cuerpo, no menos arruinado que su casa; y como Fuencar le producía aún lo bastante para gozar de un mediano desahogo, organizó su servicio de modo que ninguna comodidad le faltase. Tuvo un capellán que amén de decirle la misa los domingos y fiestas, le leía y comentaba los periódicos políticos; un capataz que dirigía hábilmente las faenas agrícolas; un cochero obeso y flegmático que gobernaba solemnemente las dos mulas de la carretela; una ama de llaves silenciosa, solícita; un ayuda de cámara traído de Madrid, discreto y puntual; y por último, una cocinera limpia como el oro, con primorosas manos para todos los guisos de aquella antigua cocina nacional, que satisfacía el estómago sin irritarlo y lisonjeaba el paladar sin pervertirlo. Con ruedas tan excelentes, la casa del marqués funcionaba como un reloj bien arreglado, y el señor se regocijaba cada vez más de haber salido del golfo de Madrid á tomar puerto en Fuencar.... En pocos meses el marqués de Torres-Nobles echó carnes sin perder agilidad, y su sana tez indicó que ya su salud se restablecía.
Si el marqués vivía bien, no lo pasaban mal tampoco sus servidores. Para que no le dejasen, les pagaba mejores soldadas que nadie en la provincia, y además los obsequiaba á veces con regalos. Así andaban ellos de contentos: poco trabajo, y ése, metódico é invariable; salario crecido, y de cuando en cuando, sorpresitas del dadivoso marqués.
El mes de diciembre del año pasado, hizo más frío de lo justo, y la dehesa de Fuencar se envolvió en un manto de nieve. Huyendo de la soledad de su gran despacho, bajó el marqués de noche á la cocina del cortijo, y buscando, por instinto de sociabilidad invencible, la compañía del hombre, se arrimó al hogar, calentó la palma de las manos, y hasta se rió de los cuentos que con chuscada andaluza referían el capataz y el pastor. Entre otras conversaciones más ó menos rústicas que le divirtieron, oyó que todos sus criados proyectaban asociarse para echar un décimo á la lotería de Navidad.
Al día siguiente, muy temprano, el marqués despachaba un propio á la ciudad próxima, y anochecía cuando el bondadoso señor penetró en la cocina blandiendo unos papeles, y anunciando á sus domésticos, con suma benignidad, que había cumplido sus deseos tomando un billete del sorteo inmediato, billete en el cual les regalaba dos décimos, quedándose él con ocho, por tentar también la suerte. Al oir tal, hubo en la cocina una explosión de alegría, con vivas y bendiciones hiperbólicas; sólo el pastor, viejo cano, meneó la cabeza, afirmando que el que echaba con señores «espantaba la suerte,» de lo cual le pesó tanto al marqués, que condenó al pastor á no llevar ni un real en los décimos consabidos.
Aquella noche el marqués no durmió tan á pierna suelta como solía desde que Fuencar le cobijaba.... No le había gustado la avidez con que sus criados hablaban del dinero que podía caerles.—¡Esa gente—decíase el marqués—no aguardaría sino á llenar la bolsa para plantarme! ¡Y qué planes los suyos! ¡Celedonio (el cochero), habló de poner taberna. ¡Pues doña Rita (era el ama de llaves), sueña con establecer una casa de huéspedes! Jacinto (era el ayuda de cámara), bien se calló, pero miraba á esa Pepa (la cocinera). Juraría que proyectan casarse. ¡Bah! (al exclamar ¡bah! el marqués de Torres-Nobles dió una vuelta en la cama y se arropó mejor, porque se le colaba el frío por la nuca); en resumidas cuentas, ¿qué me importa todo ello? El premio gordo no nos ha de caer....—Y al poco rato el señor roncaba.—Dos días después se celebraba el sorteo, y Jacinto se las compuso de modo que su amo tuviese que enviarle á la ciudad en busca de no sé qué provisiones ú objetos indispensables. La noche caía, nevaba, á más y mejor, y Jacinto aun no había vuelto, á pesar de salir muy de madrugada.
Estaban los criados reunidos en la cocina, como siempre, cuando sintieron las pisadas del caballo sobre la nieve fresca, y á poco un hombre, en quien reconocieron á su compañero Jacinto, entró como una bomba. Estaba pálido, temblón, y con ahogada voz solo acertó á pronunciar:
—¡El premio gordo!!!
Hallábase á la sazón el marqués en su despacho, y, con las piernas arrebujadas en espesa manta, chupaba un habano, mientras el capellán le leía El Siglo Futuro. De pronto, suspendiendo la lectura, ambos prestaron oído al estrépito que venía de la cocina. Parecióles al principio que los criados disputaban, pero á los diez segundos de atender se convencieron de que no eran sino voces de júbilo, tan desentonadas y delirantes, que el marqués, amostazado y teniendo por comprometida su dignidad, despachó al capellán para informarse de lo que ocurría é imponer silencio. No tardó tres minutos en regresar el enviado, y dejándose caer sobre el diván, pronunció con sofocado acento; «¡Me ahogo!» y se arrancó el alzacuello y se desgarró el chaleco por querer desabrocharlo... Corrió en su auxilio el marqués, y abanicándole el rostro con El Siglo Futuro, logró oir brotar de sus labios una frase entrecortada:
—El premio gordo... nos ha caído el prem...
Á despecho de sus achaques, brincó hasta la cocina el marqués, y llegando al umbral, detúvose atónito ante la extraña escena que allí se representaba. Celedonio y doña Rita bailaban con mil zapatetas; Jacinto, abrazado á una silla, valsaba rauda y amorosamente; Pepa hería con el rabo de un cazo la sartén, haciendo desapacible música, y el capataz, tendido en el suelo, se revolcaba, gritando ó mejor dicho aullando salvajemente: «¡Viva la Virgen!» Apenas divisaron al marqués, aquellos locos se lanzaron á él con los brazos abiertos, y sin que fuese poderoso á evitarlo, lo alzaron en volandas, y cantando y danzando y echándoselo unos á otros como pelota de goma, lo pasearon por toda la cocina, hasta que, viéndole furioso, lo dejaron en el suelo; y aun fué peor entonces, pues la cocinera Pepa, cogiéndole por el talle, quieras no quieras le arrastró en vertiginosa danza mientras el capataz, presentándole una botella de vino, se empeñaba en que probase un trago, asegurando que el licor era exquisito, cosa que él sabía á ciencia cierta por haber trasegado á su estómago casi toda la sangre de la botella.
Así que pudo el marqués soltarse, refugióse en su habitación, con ánimo de desahogar su enojo refiriendo al capellán la osadía de sus criados y platicando acerca del premio gordo. Con gran sorpresa vió que el capellán salía envuelto en su capote y calándose el sombrero.
—¿Á dónde va V., D. Calixto, hombre de Dios?—exclamó el marqués admirado.
Pues, con su licencia, D. Calixto iba á Sevilla, á ver á su familia, á darle la alegre nueva, á cobrar en persona su parte de décimo, un confite de algunos miles de duros.
—¿Y me deja V. ahora? ¿Y la misa? y...
En esto asomó por la puerta su hocico agudo el ayuda de cámara. Si el señor marqués le daba permiso, él también se marcharía á recoger lo que le caía. El marqués alzó la voz, diciendo que era preciso tener el diablo en el cuerpo para largarse á tales horas y con una cuarta de nieve, á lo cual respondieron unánimes D. Calixto y Jacinto que á las doce pasaba el tren por la estación próxima, que hasta ella llegarían á pie ó como pudiesen. Y ya abría el marqués la boca para pronunciar: «Jacinto se quedará, porque me hace falta á mí,» cuando á su vez apareció en el marco de la puerta la rubicunda faz del cochero, que sin pedir autorización y con insolente regocijo venía á despedirse de su amo, porque él se largaba ¡ea! á coger ese dinero.
—¿Y las mulas?—vociferó el amo.—¿Y el coche, quién lo guiará?
—Quien vuecencia disponga... ¡Como yo no he de cochear más!...—respondió el cochero volviendo la espalda y dejando paso á doña Rita, que entró no medrosa y pisando huevos como solía, sino toda despeinada, alborotadica y risueña, agitando un grueso manojo de llaves, que entregó al marqués advirtiéndole:
—Sepa vuecencia que ésta es de la despensa... ésta del ropero... ésta del...
—¿Ahora quiere V. que yo saque el tocino y los garbanzos, eh? Váyase V. al...
No oyó doña Rita el final de la imprecación, porque salió cantando, y tras ella los demás interlocutores del marqués, y en pos de éstos el marqués mismo, que los siguió furioso al través de las habitaciones y estuvo á punto de alcanzarlos en la cocina, sin que se atreviese á seguirlos al patio por no arrostrar la glacial temperatura. Á la luz de la luna que argentaba el piso nevado, el marqués los vió alejarse, delante D. Calixto, luego Celedonio y doña Rita de bracero, y por último Jacinto muy cosido á una silueta femenina que reconoció ser Pepa la cocinera... ¡Pepilla también! Tendió el marqués la vista por la cocina abandonada, y vió el fuego del hogar que iba apagándose, y oyó una especie de ronquido animal... Al pie de la chimenea el capataz dormía.
Á la mañana siguiente, el pastor que no quiso «espantar la suerte,» hizo para el marqués de Torres-Nobles de Fuencar unas migas, y así pudo este noble señor comer caliente el primer día que se despertó millonario.
Me parece excusado describir la suntuosa instalación del marqués en Madrid; lo que sí no debe omitirse es que tomó un cocinero cuyos guisos eran otros tantos poemas gastronómicos. Se sospecha que los primores de tan excelso artista, saboreados con excesiva delectación por el marqués, le produjeron la enfermedad que le llevó á la tumba. No obstante, yo creo que el susto y caída que dió cuando se desbocaron sus magníficos caballos ingleses, fué la verdadera causa de su fallecimiento....
Abierto el testamento del marqués, se vió que dejaba por heredero al pastor de Fuencar.