...EL TÍO BUSCABEATAS pertenecía al gremio de los hortelanos [de Rota].
Ya principiaba á encorvarse en la época del suceso que voy á referir: y era que ya tenía sesenta años..., y llevaba cuarenta de labrar una huerta lindante con la playa de la Costilla.
Aquel año había criado allí unas estupendas calabazas..., que ya principiaban á ponerse por dentro y por fuera de color de naranja, lo cual quería decir que había mediado el mes de junio. Conocíalas perfectamente el tío Buscabeatas por la forma, por su grado de madurez y hasta de nombre, sobre todo á los cuarenta ejemplares más gordos y lucidos, que ya estaban diciendo guisadme, y se pasaba los días mirándolos con ternura y exclamando melancólicamente:
—¡Pronto tendremos que separarnos!
Al fin, una tarde se resolvió al sacrificio; y señalando á los mejores frutos de aquellas amadísimas cucurbitáceas que tantos afanes le habían costado, pronunció la terrible sentencia.
—Mañana (dijo) cortaré estas cuarenta, y las llevaré al mercado de Cádiz.—¡Feliz quien se las coma!
Y se marchó á su casa con paso lento, y pasó la noche con las angustias del padre que va á casar una hija al día siguiente.
—¡Lástima de mis calabazas!—suspiraba á veces sin poder conciliar el sueño.—Pero luego reflexionaba, y concluía por decir:—... ¡Para eso las he criado!—Lo menos van á valerme quince duros....
Gradúese, pues, cuánto sería su asombro, cuánta su furia y cuál su desesperación, cuando, al ir á la mañana siguiente á la huerta, halló que, durante la noche, le habían robado las cuarenta calabazas.... Como el judío de Shakespeare, llegó al más sublime paroxismo trágico, repitiendo frenéticamente aquellas terribles palabras de Shylock...:
—¡Oh! ¡Si te encuentro! ¡Si te encuentro!
Púsose luego el tío Buscabeatas á recapacitar fríamente, y comprendió que sus amadas prendas no podían estar en Rota, donde sería imposible ponerlas á la venta sin riesgo de que él las reconociese, y donde, por otra parte, las calabazas tienen muy bajo precio.
—¡Como si lo viera, están en Cádiz! (dedujo de sus cavilaciones.) El infame, pícaro ladrón debió de robármelas anoche á las nueve ó las diez y se escaparía con ellas á las doce en el barco de la carga... ¡Yo saldré para Cádiz hoy por la mañana en el barco de la hora, y maravilla será que no atrape al ratero y recupere á las hijas de mi trabajo!
Así diciendo, permaneció todavía cosa de veinte minutos en el lugar de la catástrofe, como acariciando las mutiladas calabaceras, ó contando las calabazas que faltaban..., hasta que, á eso de las ocho, partió con dirección al muelle.
Ya estaba dispuesto para hacerse á la vela el barco de la hora, humilde falucho que sale todas las mañanas para Cádiz á las nueve en punto, conduciendo pasajeros, así como el barco de la carga sale todas las noches á las doce, conduciendo frutas y legumbres....
Llámase barco de la hora el primero, porque en este espacio de tiempo, y hasta en cuarenta minutos algunos días, si el viento es de popa, cruza las tres leguas que median entre la antigua villa del Duque de Arcos y la antigua ciudad de Hércules....
Eran, pues, las diez y media de la mañana cuando aquel día se paraba el tío Buscabeatas delante de un puesto de verduras del mercado de Cádiz, y le decía á un aburrido polizonte que iba con él:
—¡Éstas son mis calabazas!—¡Prenda V. á ese hombre!
Y señalaba al revendedor.
—¡Prenderme á mí! (contestó el revendedor, lleno de sorpresa y de cólera.)—Estas calabazas son mías; yo las he comprado....
—Eso podrá V. contárselo al Alcalde—repuso el tío Buscabeatas.
—¡Que no!
—¡Que sí!
—¡Tío ladrón!
—¡Tío tunante!
—¡Hablen Vds. con más educación...!—dijo con mucha calma el polizonte, dando un puñetazo en el pecho á cada interlocutor.
En esto ya había acudido alguna gente, no tardando en presentarse también allí el Regidor encargado de la policía de los mercados públicos....
Enterada esta digna autoridad de todo lo que pasaba, preguntó al revendedor con majestuoso acento:
—¿Á quién le ha comprado V. esas calabazas?
—Al tío Fulano, vecino de Rota...—respondió el interrogado.
—¡Ése había de ser...! (gritó el tío Buscabeatas.) ¡Cuando su huerta, que es muy mala, le produce poco, se mete á robar en la del vecino!
—Pero, admitida la hipótesis de que á V. le han robado anoche cuarenta calabazas (siguió interrogando el Regidor, volviéndose al viejo hortelano), ¿quién le asegura á V. que éstas, y no otras, son las suyas?
—¡Toma! (replicó el tío Buscabeatas.) ¡Porque las conozco como V. conocerá á sus hijas, si las tiene!—¿No ve V. que las he criado?—Mire V.: ésta se llama cachigordeta; ésta, coloradilla; ésta, Manuela..., porque se parecía mucho á mi hija la menor....
Y el pobre viejo se echó á llorar amarguísimamente.
—Todo eso está muy bien...; pero la ley no se contenta con que usted reconozca sus calabazas. Es menester que.... V. las identifique....
—¡Pues verá V. qué pronto le pruebo yo á todo el mundo, sin moverme de aquí, que esas calabazas se han criado en mi huerta!—dijo el tío Buscabeatas, no sin grande asombro de los circunstantes.
Y soltando en el suelo un lío que llevaba en la mano, agachóse, arrodillándose hasta sentarse sobre los pies, y se puso á desatar tranquilamente las anudadas puntas del pañuelo que lo envolvía.
La admiración del Concejal, del revendedor y del corro subió de punto.
—¿Qué va á sacar de ahí?—se preguntaban todos.
Al mismo tiempo llegó un nuevo curioso á ver qué ocurría en aquel grupo, y habiéndole divisado el revendedor, exclamó:
—¡Me alegro de que llegue V., tío Fulano! Este hombre dice que las calabazas que me vendió usted anoche, y que están aquí oyendo la conversación, son robadas...—Conteste V....
El recién llegado se puso más amarillo que la cera, y trató de irse; pero los circunstantes se lo impidieron materialmente, y el mismo Regidor le mandó quedarse.
En cuanto al tío Buscabeatas, ya se había encarado con el presunto ladrón, diciéndole:
—¡Ahora verá V. lo que es bueno!
El tío Fulano recobró su sangre fría, y expuso:
—Usted es quien ha de ver lo que habla; porque si no prueba, y no podrá probar, su denuncia, lo llevaré á la cárcel por calumniador.—Estas calabazas eran mías; yo las he criado, como todas las que he traído este año á Cádiz, en mi huerta, y nadie podrá probarme lo contrario.
—¡Ahora verá V.!—repitió el tío Buscabeatas acabando de desatar el pañuelo y tirando de él.
Y entonces se desparramaron por el suelo una multitud de trozos de tallo de calabacera, todavía verdes y chorreando jugo, mientras que el viejo hortelano, sentado sobre sus piernas y muerto de risa, dirigía el siguiente discurso al Concejal y á los curiosos:
—Caballeros: ¿no han pagado Vds. nunca contribución? Y ¿no han visto aquel libraco verde que tiene el recaudador, de donde va cortando recibos, dejando allí pegado un tocón, para que luego pueda comprobarse si tal ó cual recibo es falso ó no lo es?
—Lo que V. dice se llama el libro talonario—observó gravemente el Regidor.
—Pues eso es lo que yo traigo aquí: el libro talonario de mi huerta, ó sea los cabos á que estaban unidas estas calabazas antes de que me las robasen.—Miren Vds.—Este cabo era de esta calabaza... Nadie puede dudarlo...—Este otro..., ya lo están Vds. viendo..., era de esta otra.—Este más ancho..., debe de ser de aquélla... ¡Justamente!—Y éste es de ésta... Ése es de ésa... Ésta es de aquél...
Y en tanto que así decía, iba adaptando un cabo ó pedúnculo á la excavación que había quedado en cada calabaza al ser arrancada, y los espectadores veían con asombro que, efectivamente, la base irregular y caprichosa de los pedúnculos convenía del modo más exacto con la figura blanquecina y leve concavidad que presentaban las que pudiéramos llamar cicatrices de las calabazas.
Pusiéronse, pues, en cuclillas los circunstantes, inclusos los polizontes y el mismo Concejal, y comenzaron á ayudarle al tío Buscabeatas en aquella singular comprobación, diciendo todos á un mismo tiempo con pueril regocijo:
—¡Nada! ¡Nada! ¡Es indudable! ¡Miren Vds.!—Éste es de aquí... Ése es de ahí... Aquélla es de éste... Ésta es de aquél...
Y las carcajadas de los grandes se unían á los silbidos de los chicos, á las imprecaciones de las mujeres, á las lágrimas de triunfo y alegría del viejo hortelano y á los empellones que los guindillas daban ya al convicto ladrón, como impacientes por llevárselo á la cárcel.
Excusado es decir que los guindillas tuvieron este gusto; que el tío Fulano se vió obligado desde luego á devolver al revendedor los quince duros que de él había percibido; que el revendedor se los entregó en el acto al tío Buscabeatas, y que éste se marchó á Rota sumamente contento, bien que fuese diciendo por el camino:
—¡Qué hermosas estaban en el mercado! ¡He debido traerme á Manuela, para comérmela esta noche y guardar las pepitas!