(After many delays Mr. Frutos, a rich peasant-farmer, makes the journey of ten or twelve leagues, and comes to Cordova to visit Mr. Lopera and see the wonders of the ancient city.)
...EL señor Frutos llegó una tarde á Córdoba. Dejó el mulo en una posada, y de seguida se presentó en casa de su amigo. Como estaba tan gordo y el calor primaveral apretaba de firme, llegó colorado como un tomate y todo bañado en sudor y dando cada resoplido como un toro. Apenas se hubo sentado, ó desplomado sobre una silla, desenvainó una especie de colcha que le servía de pañuelo, se enjugó el cuello y la cara, y á renglón seguido, por no perder la costumbre, disparó un diluvio de necias preguntas á su amigo y huésped el benemérito Lopera. Respondió éste como mejor pudo y supo, y poco después de obscurecido, le llevó al comedor, donde sobre amplia mesa estaban tendidos los blancos manteles cubiertos de fina vajilla y apetitosos manjares. Pero el señor Frutos había comido por el camino, y ninguna gana tenía de cenar; en cambio, bebía como una esponja,... con lo que tornaba el sudor y volvía á relucir el descomunal pañuelo. Lopera le decía:
—Amigo Frutos,... déjese de beber, y tome alguna tajada, que esas carnes y esa corpulencia requieren cosa de más substancia y alimento.
—Con mucho gusto probaría de cualquiera de estos platos: huelen muy bien todos ellos; pero con el cansancio no tengo hambre, sino sed, y sed insaciable. Mañana ya verá V. si como con apetito.
—Es que de aquí á mañana el plazo no es tan breve como V. se lo figura, y podría entre tanto sentir debilidad, y no quiero que haya V. venido á honrar mi casa para en ella padecer hambre. ¿No ha oído V. hablar de las noches largas de Córdoba, amigo Frutos?
—No, señor; pero aquí sucederá como en mi pueblo, que las noches son largas en diciembre y enero, y cortas en el verano: esto lo saben hasta los niños y los tontos.
—Sin duda así es, y por mi parte no diré lo contrario. Lo que aseguro y sostengo es que, aún teniendo el mismo número de horas, aquí las noches parecen mucho más largas que en otros lugares, y de ahí viene su fama.
—Pues por mí, señor de Lopera, aunque sean más largas que la Letanía, de seguro no lo advertiré, porque vengo reventado y molido; y en metiéndome entre sábanas, ya pueden echar á vuelo todo un campanario: no me quitarán el sueño. Y pues de sueño hablamos, digo que el que tengo no es flojo, y con su permiso quisiera aprovecharlo.
Acompañóle el insigne Lopera á la habitación que le tenía destinada, y ya en ella, le dijo:
—Aquí, amigo mío, estará V. fresco y descansará como un patriarca, sin que nada ni nadie le moleste. Antes le tenía preparado el cuarto de encima, cuya ventana da también al mismo jardín. Aquí tiene esta cómoda con la llave puesta, donde colocará su ropa; ahí están los avíos de lavarse, y el espejo; allí la cama. ¿Ve V. junto á la cabecera un cordón? Pues si necesita de algo, tire de él: sonará la campanilla, y vendrá al instante un criado que he puesto á sus órdenes, y nada tiene que hacer más que servirle. Conque, señor Frutos, que pase V. felices noches.
Dió las gracias el señor Frutos, y quedó solo. Se desnudó en un credo, y se metió en la cama. Eran las once. Á los pocos minutos roncaba como un bienaventurado.
Dejémosle descansar, mientras el señor Lopera da sus instrucciones al sirviente, que era un mozo listo y socarrón, y muy á propósito para seguir una broma. La de que se trataba debía de gustarle muchísimo, según se restregaba las manos y reía con la bocaza abierta hasta las orejas, prometiendo seguir á la letra las advertencias de su amo. Poco después el reposo y el silencio se extendían sobre la casa y sus tranquilos moradores.
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Razón tenía el señor Frutos al ponderar su cansancio y ganas de dormir.... Desde las once de la noche hasta las doce del siguiente día durmió trece horas de un tirón, sin despertar una sola vez, ni cambiar de postura. Mas como todo tiene su límite forzoso, á las doce se despabiló mi héroe, sentóse en la cama, y se restregó los ojos. No vió nada: ¿qué había de ver? La habitación estaba negra como el fondo de un tintero: no se oía ruido alguno fuera, ni el más leve rumor: aquel cuarto tan silencioso y obscuro parecía una tumba. ¡Cómo! ¿Era posible que aún no hubiese amanecido? Sentado en la cama, inmóvil, aplicando inútilmente la vista y el oído, estuvo sobre hora y media. Nada: ni por las rendijas entraba un solo rayo de luz, ni siquiera sonaba el vuelo de una mosca. Aburrido ya de aguardar una aurora que no llegaba, tiró del cordón de la campanilla, y oyó con gozo vibrar á lo lejos su metálico timbre; pero no acudió nadie al llamamiento. Volvió á tirar, y aún con más fuerza: entonces, al cabo de algunos minutos, sintió pasos contenidos y suaves como de hombre que llega lentamente y descalzo. Era el criado. Venía en camisa, sin zapatos, trayendo una vela encendida y puesta en su palmatoria de cobre, y con esa cara especial del hombre á quien despiertan en lo mejor de su sueño. Bostezó, y dijo al señor Frutos:
—Acabo de oir la campanilla. ¿Qué manda su merced? ¿Se ha puesto su merced malo?
—No lo permita Dios, hombre. ¿Por qué había de enfermar ahora?
—¡Qué sé yo! Como su merced acaba de acostarse hace poco, y me llama á media noche, creí...
—¡Hace poco! ¡Á media noche! ¡Canario! Pues qué, ¿es media noche todavía? Y la gente de la casa, ¿no se ha levantado?
—¿Para qué se ha de levantar, señor? Yo sí me he levantado ahora, pensando que su merced me necesitaba, cuando ha llamado.
—Dispensa, hombre, y vuélvete á tu cama. ¡Canario! Lo menos creí haber dormido nueve ó diez horas.
El tuno del criado salió de puntillas con la palmatoria en la mano, encajó la puerta, y sus pisadas suaves se extinguieron lentamente.
Quedó mi héroe otra vez en tinieblas, pues la ventana cerraba á lo justo y por la puerta no podía tampoco entrar luz, por estar cerrados también de propósito el largo corredor y las habitaciones inmediatas. Procuró entonces reanudar el sueño, y logró conseguirlo, después de dar vueltas y más vueltas sobre los mullidos colchones, que eran lo menos seis ó siete, con lo que el tal lecho parecía un catafalco, y era menester para escalarlo subirse antes en una silla. Pero como había descansado ya largas horas, más bien que dormido quedó amodorrado hasta las tres y media ó las cuatro de la tarde. La misma obscuridad, el mismo silencio. ¿Cómo? ¿Será todavía de noche? ¿Ó no se habrá despertado y estará soñando tales absurdos?
Mi buen hombre se restregaba los ojos, se palpaba el rostro, el pecho, los brazos, las manos, para convencerse de que estaba realmente despierto y en el uso cabal de todos sus sentidos y potencias. Al cabo tiró del cordón, y sonó la campanilla. Poco después, y con las mismas precauciones de antes, apareció con su palmatoria encendida el criado, preguntándole qué se le ofrecía.
—¿Qué se me ha de ofrecer? Levantarme. Ya me parece que llevo lo menos una semana tendido. Tengo sed, tengo hambre. ¡Qué demonio de país! ¡Si las horas parecen siglos enteros!
Dióle agua el criado, y mientras bebía con ansia, le dijo:
—¡Levantarse! ¿Y para qué? ¿Para aburrirse, aguardando á que amanezca? Y todavía debe de tardar un poquillo. ¿Sabe su merced qué hora es?
—Dame el reloj, que está sobre aquella cómoda, y lo sabremos. Anda, tráelo.
De muy mala gana tomó el criado aquel ventrudo reloj de bolsillo, muy semejante á una media cebolla, y lo llevó á su dueño. Tentado estuvo por fingir un tropezón y estrellar aquella máquina contra el suelo; pero no lo hizo, confiado en su fecunda inventiva.
—¡Las tres y media! exclamó el señor Frutos, mirando su reloj. ¡Las tres y media, nada más! ¡Conque faltan dos horas y media todavía para amanecer, si es que alguna vez amanece en esta maldita población! ¡Jesús, si lo hubiera sabido!...
—Pues me parece, dijo el fámulo con mucha sorna, me parece, señor, que ese reloj será muy bueno, pero anda muy de prisa y va adelantado. Desde mi cuarto se oye el de la iglesia, y además, al venir ahora miré el del comedor, que está al paso, y es muy seguro, y todavía no han dado las tres, aunque ya faltará poco.
—La paciencia es lo que á mí me falta. Dame agua otra vez, hombre.... Gracias. ¡Si lo hubiera sabido!... Pero ¿qué hacen aquí las gentes de noche? ¿En qué se entretienen?
—¡Toma! ¿En qué se han de entretener? En dormir. ¿Quería V. que la pasaran contando cuentos, ó jugando á la pelota?
—Lo que yo quiero es que amanezca. Mira: puedes retirarte; pero así que apunte la primera luz del alba, no dejes de llamarme, aunque de seguro estaré despierto. ¡Y qué hambre tengo, canario!
—¿Quiere su merced que le traiga vino y bizcochos, ó alguna otra cosa?
—No, retírate. ¡Jesús, María y José! Retírate; pero que me llames, que me avises antes de que salga el sol. ¿Estamos?
—Descuide su merced.
Y recogiendo su palmatoria, se deslizó el criado como un fantasma.
Tenemos otra vez al señor Frutos solo con sus pensamientos. ¿En qué meditaba? En mil cosas.... Se acordaba de su pueblo, de sus parientes y amigos, y hasta del mulo que había dejado en la posada, y para entretener el tiempo contaba y recontaba por los dedos las fanegas de trigo y arrobas de aceite que había vendido últimamente, y las que le restaban por vender, y las ganancias positivas y las probables que de tal tráfico alcanzaría. Luego reflexionaba cuán inciertas son las cosechas, y que tener tierras de secano es tener siempre el alma entre los dientes, como los jugadores, siempre arruinados ó en vísperas de arruinarse. Llueve mucho, y se pudren las semillas; llueve poco, se endurece la tierra, y no se sacan ni los gastos de la labor; no llueve nada, y entonces....
Y bostezando y abriendo un palmo de boca, tornó á quedarse aletargado, sin duda de puro aburrido y hambriento. Cuando volvió en su acuerdo, era efectivamente de noche. Llamó por tercera vez, y por tercera vez acudió el criado. Pero en esta ocasión venía de muy mala cara, como hombre á quien incomodan y molestan más de lo regular. Soltó la palmatoria, y dijo:
—Está visto que no he de dormir esta noche. Si su merced estuviera enfermo, yo le velaría tres semanas sin desnudarme ni descansar; pero estando bueno y sano, la verdad, no me parece justo que su merced se divierta en llamarme á cada instante.
—¡Á cada instante! ¡Que yo me divierto! ¡Canario!... Mira, tráeme el reloj que está sobre la cómoda.
El mozo tomó el reloj, y se quedó mirándolo muy atento. Luego se lo acercó á una y otra oreja, lo puso donde estaba, y dijo:
—Se ha parado.
—Lo creo de veras, lo creo, porque no tiene cuerda para un trimestre; aunque imagino que la última vez se me olvidó arreglarlo. Pero, hombre, ¿es posible que no haya amanecido todavía? Dos veces he querido abrir la ventana, y no pude lograrlo: no entiendo ese endemoniado pestillo. Abre tú, y veremos lo que haya.
—¿Qué ha de haber, señor? La luna y las estrellas.
Y fué derecho á la ventana, y abrió de par en par las puertas de madera. Arrojóse de la cama el señor Frutos, y pegó la nariz contra los cristales. Era de noche. No convencido todavía del testimonio de sus ojos, abrió también las puertas vidrieras. Un olor á tierra mojada entró en la habitación, y el tenue rumor de una ligera lluvia sobre los árboles y plantas. En cuanto á la luna y las estrellas, no se veían por ninguna parte. Mi pobre señor Frutos se quedó atónito y consternado.
—¡Pues, vive Dios, que es de noche y está lloviendo! ¡Vive Dios, que si esto sigue, me voy á morir de viejo antes de que amanezca! ¿Se apagó el sol?... Sí, tengo hambre. Parece que traigo cuatro ó seis leones metidos en el estómago. Mira, mientras me visto, porque ya aborrezco la cama, cierra esos vidrios, los vidrios nada más, no las maderas, y tráeme varias libras de jamón y una espuerta de pan, y....
—Señor, eso no puede ser: la gente de la casa está recogida y cerrada la despensa; pero en el armario del comedor suele quedar puesta la llave, y allí hay buen vino de Jerez y bizcochos, ó tortas. Si su merced quiere...
—¿Pues no he de querer, hijo mío? ¡Bizcochos! ¡Aunque fueran peñascos! Pero anda, y no tardes: mira que si te entretienes, puedes encontrarme ya difunto, y mi muerte cargará sobre tu conciencia. Anda, hombre, anda.
Salió el criado, y á poco volvió con un gran plato de bizcochos, una botella de vino generoso y añejo, y una copa. Lo puso todo sobre una mesa que arrimó á la ventana; y aún no lo había soltado, cuando ya el señor Frutos estaba esgrimiendo las mandíbulas.
—Puedes retirarte, hombre, y muchas gracias. No te volveré á llamar. Aquí mismo aguardaré el amanecer, suponiendo que alguna vez amanezca. ¡Lástima que no tenga á mano un almacén de comestibles y una bodega para esperar el día comiendo y bebiendo, aunque reventase! ¡Canario, y parece que ahora llueve con más fuerza!
Disimulando la risa, se retiró el criado á referir el diálogo al señor de Lopera. Veinte y cuatro horas habían pasado desde que se acostó el huésped lugareño, tan impaciente ahora por contemplar la luz del día.
Mientras llegaba, había apurado los bizcochos y el vino, y también la paciencia, si es que conservaba alguna. La vela que le alumbraba iba asimismo casi gastada: sólo quedaba un cabillo como de dos ó tres dedos. Entretanto llovía y llovía sin cesar; no con furia, pero sí con igualdad y persistencia, de lo que resultaba aún más monótono el rumor de las aguas. Y cuando ya la vela estaba próxima á consumirse del todo, oyó mi héroe á lo lejos el son de una guitarra, y luego el rasguear de otras tres ó cuatro que venían haciéndole consonancia y coro; y después, y ya más cerca, los tañedores se pararon, y una voz varonil entonó la copla siguiente:
Es tu ventana, morena,
¡Ay!
Es tu ventana, morena,
Un confesonario fino,
¡Ay!
Un confesonario fino,
Con gloria y sin penitencia.
—¡Tienen gracia estos cordobeses! murmuró entre dientes el señor Frutos. ¡No está mal puesto eso de confesonario! Pues si todos los confesonarios fueran por el mismo estilo, acudirían más penitentes que piedras hay en la calle....
En esto volvió á sonar la guitarra, y la misma voz de antes cantó en tono melancólico y quejumbroso:
¡Ay! tu ventana es la gloria;
Pero la noche se pasa,
Se pasa como una sombra.
—Así te pasaran con una lanza moruna de parte á parte, ladrón, embustero. ¡Pues no se atreve á decir que las noches aquí se pasan como sombras! No te parecerían tan cortas si te estuvieran dando palos. ¡Cortas las noches! Ya... ya... y se me figura que me voy á morir de viejo antes de que amanezca. ¡Bergante!...
Autores hay que sospechan que el tal músico guitarrista fuera el mismo criado, cómplice de la burla jugada al lugareño; mas sea como fuese, todo ruido cesó, y volvió á gozar el señor Frutos de tan grande soledad y silencio, cual si habitara el fondo de un sepulcro. Mucho le molestaba el hambre, pero más todavía la soledad y el aislamiento....
Como todo en el mundo tiene su acabamiento, túvolo también la ansiedad del señor Frutos, quien con los ojos clavados en el cielo cual un astrónomo, aguardaba la aurora con inquietud y ansia.... Primero sintió ese frío y singular estremecimiento, precursor de la aurora; después advirtió cierto fulgor blanquecino, cada instante más luminoso; levantó su canto el gallo, trompeta de la mañana, y al cabo, serena y hermosa, llena de armonías y resplandores, brilló con toda limpidez una magnífica alborada. ¡Cuán bella le pareció al señor Frutos! Una madre, tras prolongada ausencia, no ve con tanto gusto á su propio hijo....
Acabóse de vestir en un verbo, y salió como disparado, llamando á las puertas de todas las habitaciones, y exclamando á voces con inmenso júbilo:
—¡Ya amaneció, señores; ya va á salir el sol! Y pim, pam, pum, aldabonazos y puñetazos en las puertas.
Semejante algazara, con tan desaforadas voces y golpazos, puso en conmoción á todas las gentes de la casa. Algunos sospecharon si el señor Frutos se habría vuelto loco, y en su interior se arrepentían de haber contribuido á la broma. El primero que se presentó fué el señor de Lopera con un pañuelo de seda liado al cráneo y un semblante soñoliento y disgustado, como de quien ve interrumpido por un alboroto su mejor sueño, el de la mañanita. Venía en camisa y chanclas, y dijo á su alborozado y turbulento huésped:
—¿Qué es eso? ¿Qué jaleo es éste, hombre? ¿Por qué arma usted semejante baraúnda?
—¿Qué ha de ser, amigo mío? Que amaneció, que va á salir el sol, que ya está saliendo, y por fin se acabó la noche.
—¿Y para eso tanto ruido? ¡Pues vaya una novedad! Todas las noches se acaban; todos los días sale el sol, si no está nublado, y luego viene otra vez la noche con su luna y sus estrellas.
—¡Que viene otra vez la noche! exclamó con terror el señor Frutos. ¡La noche, que se parece á una eternidad! Bueno, vendrá si quiere venir; pero lo que es al hijo de mi padre, no le pilla la segunda. En almorzando voy á la posada, monto en el mulo, y me encajo en mi pueblo. Renuncio á ver todas las grandezas de Córdoba. Quiere decir que llegué en martes, y me voy en miércoles.
—Dispense usted que le enmiende la plana, amigo Frutos. En primer lugar, no tiene que ir á posada ninguna; pues he mandado traer su mulo, y está aquí en mi cuadra.... En segundo lugar, no es hoy miércoles, sino jueves; á no ser que el almanaque de su pueblo sea distinto del que usamos en Córdoba. Y en tercer lugar, debo decirle que yo le hospedo en mi casa con mucho gusto, que soy su amigo, y en ocho ó quince días tendré el gusto de acompañarle á todas partes, y de...
—¡Ocho ó quince días, es decir, ocho ó quince noches como la que he pasado! ¡Jesús! Ni aunque me diese usted todos los tesoros y alhajas de ese Queso, ó Tieso, ó Creso, que dicen que era tan rico. Asegura usted que es hoy jueves, y no miércoles. Bien podría ser sábado y hasta domingo, ó cualquier día de la semana, ó fuera de la semana. He perdido la cuenta del tiempo, y no quiero meterme en porfías. Lo principal es que me muero de hambre: sí, señor, de hambre: en esto no tengo duda. Mande usted que me preparen una buena cazuela de sopas de ajo con un puñado de huevos, para hacer boca, y luego cualquiera cosilla, con tal de que sea mucho y substancioso, y media hogaza de pan ó una, y varios postres, y su correspondiente vino, y...
—Basta, basta, amigo Frutos: tendrá usted aunque sea una vaca rellena. ¡Bonito soy yo para que nadie pase hambre en mi casa! Aguárdeme en el comedor, que voy á encargarlo todo.
Y desapareció. Á poco rato se complacía el señor de Lopera en ver devorar á su amigo y huésped. Tajadas de á media libra y enormes tacos de pan bajaban por su gaznate como cartas por el buzón del correo. Aquella hambre canina parecía insaciable. Á proporción eran los tragos con que inundaba su anchuroso estómago. En las dos noches y un día de obscuridad y encierro había creído desmayarse; pero ahora se desquitaba, y se desquitaba con usura.
Levantados, por fin, los manteles, empeñábase el señor de Lopera en retener á su huésped y amigo, ponderándole y ensalzando hasta el séptimo cielo la grandeza, hermosura y excelencias de la ciudad de los califas; pero toda su elocuencia fueron sermones en desierto y escribir sobre la arena: el señor Frutos permaneció firme en su propósito; y aún no eran las nueve de la mañana, cuando, caballero en su mulo, le aguijaba sin cesar para verse cuanto antes en su pueblo.
Antiquísima es en Andalucía la costumbre de saludarse los caminantes, aún cuando no se conozcan ni jamás se hayan visto. El señor Frutos encontró muchos que por la misma carretera se dirigían á la capital; pero absorbido en sus pensamientos, no solía responder acorde á tales salutaciones.
—¡Buen viaje! decía el encontradizo.
Y contestaba el señor Frutos:
—¡Qué noches tan largas!
Á pesar de todo, nuevo Ulises peregrino, llegó á su casa y patrios lares, donde halló á sus numerosos parientes y amigos con la más cabal salud. Y aquí termina el relato. Pero debo añadir que de su breve expedición le quedó para toda su vida una costumbre. Cuando quería ponderar una gran distancia, lo pesado de una faena, la disparatada estatura de alguno, decía con énfasis:
—¡Es más largo que las noches de Córdoba! Como quien dice: «No cabe más; apaga y vámonos.»