Capítulo 3 En Croydon
El camarero y el médico dejaron de estar a cargo de la situación, sustituidos por aquel hombrecillo ridículo envuelto en una bufanda. Hablaba con tanta autoridad y con tal convencimiento de que se le obedecería, que nadie se atrevió a discutírselo.
Dijo algo al oído de Mitchell y este asintió con la cabeza. Abriéndose paso entre los viajeros, fue a situarse ante los lavabos, en el pasillo de acceso a la parte delantera del aparato.
El avión corría ya por la superficie de la pista y, cuando por fin se detuvo, Mitchell exclamó en voz muy alta:
—He de rogarles, señoras y caballeros, que no abandonen el aparato y que permanezcan sentados hasta que las autoridades se hagan cargo de la situación. Confio en que no se les retenga mucho tiempo.
Casi todos aceptaron esta orden, que parecía razonable. Solo protestó airadamente una persona, lady Horbury:
—i Tonterías! ¿Sabe usted quién soy? Insisto en que se me permita salir al momento.
—Lo siento mucho, señora. No puedo hacer excepciones.
—Pero esto es ridículo, completamente ridículo —protestó Cicely dando pataditas de enojo—. Me quejaré a la compañía. Es una infamia que nos tengan aquí encerrados con un cadáver.
—Realmente, querida —interrumpió Venetia Kerr con el tono de voz propio de una persona educada—, es muy desagradable, pero creo que tendremos que resignarnos. —Se sentó y sacó un cigarrillo, diciendo—: ¿Puedo fumar ahora, caballeros?
El acosado Mitchell respondió:
—No creo que eso importe ya, señorita.
Volvió la cabeza para observar a Davis, que dirigía el desembarco de los viajeros del compartimiento delantero por la puerta de emergencia, y luego fue en busca de instrucciones.
La espera no fue larga, pero a los viajeros les pareció que había durado más de media hora hasta el momento en que un caballero, tras cruzar la pista con paso marcial y acompañado de un policía uniformado, subió al avión por el acceso que Mitchell le franqueó.
—Vamos a ver —empezó el recién llegado en tono autoritario—, ¿qué ha sucedido aquí?
Escuchó a Mitchell y al doctor Bryant y, tras dedicar a la difunta una rápida mirada y de dar una orden al agente, se dirigió a los viajeros:
—¿Harán el favor de seguirme, señoras y caballeros?
Les precedió en la salida del avión y al cruzar la pista hasta las instalaciones centrales, aunque no les llevó a la usual sala de la aduana, sino a un salón privado.
—Confio en no retenerlos por más tiempo que el absolutamente necesario.
—Oiga, inspector —protestó el señor James Ryder—, tengo en Londres una cita de negocios muy urgente.
—Lo siento, señor.
—i Yo soy lady Horbury y me parece una ofensa imperdonable que se me retenga de esta manera!
—Lo siento en el alma, lady Horbury, pero comprenderá usted que se trata de algo muy serio. Parece un caso de asesinato.
—Un dardo envenenado de los indios amazónicos —murmuró el señor Clancy, delirante de alegría.