—Vamos a ver a esa criada, a esa criada tan digna de confianza.
Elise Grandier era una mujer bajita y fornida, de mediana edad, rostro sonrosado y ojos pequeños que saltaban del rostro de Fournier al de su acompañante.
—Siéntese, mademoiselle Grandier —ofreció Fournier.
—Gracias, monsieur.
Se sentó muy recatada.
—Monsieur Poirot y yo acabamos de llegar de Londres. Ayer se celebró la encuesta judicial, es decir, se inició el sumario relativo a la muerte de su señora. Ya no existe la menor duda. La señora murió envenenada.
La francesa se mostró boquiabierta.
—Es horrible lo que me dice, monsieur. ¿Mi señora envenenada? iQuién hubiera podido imaginar tal cosa!
—Usted puede ayudarnos a poner las cosas en claro, mademoiselle.
—Desde luego, monsieur, que haré cuanto esté en mi mano para ayudar a la policía. Pero no sé nada, absolutamente nada.
—¿Sabía que madame tenía enemigos? —preguntó Fournier secamente.
—Eso no es cierto. ¿Por qué debería tener enemigos madame?
—i Vamos, vamos, mademoiselle Grandier! El negocio de prestamista conlleva ciertos aspectos desagradables.
—Cierto que a veces los clientes de madame no eran muy razonables —convino Elise.
—Escandalizaban, ¿verdad? ¿La amenazaban?
La criada meneó la cabeza.
—No, no, está usted en un error. No eran ellos los que amenazaban. Lloraban, se quejaban, protestaban que no podían pagar, eso sí que lo hacían —admitió con desprecio.
—Y algunas veces, mademoiselle —advirtió Poirot—, tal vez no pudieran pagar de verdad.
Elise Grandier se encogió de hombros.
—Tal vez. iAllá ellos! Pero al final pagaban.
En sus palabras había un tono de satisfacción.
—Madame Giselle era una mujer muy dura —señaló Fournier.
—Madame tenía sus razones.
—¿No siente usted lástima de las víctimas?
—Víctimas, víctimas —respondió Elise con impaciencia—. Ustedes no comprenden. ¿Qué necesidad hay de contraer deudas, de vivir por encima de los ingresos de cada uno, de pedir dinero prestado y luego quedarse con él como si se tratara de un obsequio? Eso no está bien. Mi señora era siempre buena y justa. Prestaba y esperaba que le pagasen. Eso no está mal. Ella nunca contraía deudas. Pagaba religiosamente lo que debía. Nunca dejó de pagar una factura. Cuando dice usted que era dura, se equivoca. Mi señora era buena. Nunca se fueron las hermanitas de los pobres sin una limosna. Daba dinero a las instituciones de caridad. Cuando la mujer de Georges, el portero, se puso enferma, mi señora le pagó la estancia en una clínica del campo.
Se detuvo, encendida de cólera. Y repitió:
—Ustedes no comprenden. No comprenden a madame.
Fournier esperó un momento a que se fuera calmando.