—Ha comentado usted que los clientes de madame acababan pagando. ¿Sabe de qué medios se valía su señora para obligarlos a hacerlo?
Ella se encogió de hombros.
—Yo no sé nada, monsieur, absolutamente nada.
—Algo tenía que saber para quemar todos los papeles de madame.
—No hice más que obedecer las órdenes que me había dado. Siempre me decía que, si le ocurriese algún accidente o se ponía enferma y moría lejos de casa, yo debía destruir todos los papeles de sus negocios.
—¿Los papeles que guardaba en la caja de caudales? —preguntó Poirot.
—Eso mismo, los papeles de negocios.
—¿Y los guardaba en la caja?
Aquella insistencia hizo que se agolpase la sangre en las mejillas de Elise.
—Yo obedecí las instrucciones de madame.
—Ya lo sé —admitió Poirot sonriendo—. Pero los papeles no estaban en la caja. ¿No es cierto lo que digo? La caja es demasiado vieja y cualquiera hubiese podido abrirla. Los papeles estaban guardados en otra parte. ¿Tal vez en el dormitorio de madame?
Ella reflexionó un momento antes de contestar.
—Sí, es cierto. Madame siempre intentaba hacer creer a sus clientes que guardaba los papeles en la caja de caudales, pero en realidad el arca estaba vacía. Todo lo guardaba en su dormitorio.
—¿Quiere enseñarnos dónde está?
Elise se levantó y los dos hombres la siguieron. El dormitorio era una sala espaciosa, aunque tan llena de muebles que apenas podía uno moverse libremente. En un rincón había un cofre muy antiguo, cuya tapa levantó Elise para sacar un vestido de alpaca pasado de moda y unas enaguas de seda. En el interior del vestido había un bolsillo.
—Aquí estaban los papeles, monsieur. Los guardaba en un sobre cerrado.
—No me habló usted de eso cuando le pregunté hace tres días — observó Fournier con acritud.
—Perdone usted, monsieur. Usted me preguntó dónde estaban los papeles que se guardaban en la caja. Le contesté que los había quemado. Y es cierto. Parecía que no tenía importancia el lugar donde se guardaban los papeles.
—Cierto —admitió Fournier—. Comprenderá usted, mademoiselle, que esos papeles no debían haberse quemado.
—Obedecí las órdenes de madame —replicó Elise obstinadamente.
—Ya sé que obró usted con buena intención —reconoció Fournier, suavizando el tono—. Ahora ponga atención a lo que le digo, mademoiselle: su señora fue asesinada. Es posible que fuese asesinada por personas de quienes poseyera algún secreto que pudiera perjudicarlas. Ese secreto estaba en los papeles que usted quemó. Voy a preguntarle una cosa, pero no quiero que conteste sin reflexionar. Es posible, a mi modo de ver es probable y comprensible, que usted examinase esos papeles antes de arrojarlos a las llamas. En este caso, nadie la culpará por ello. Y en cambio, su información puede ser de gran provecho para la policía y para descubrir al autor del crimen. Por tanto, mademoiselle, no tema contestar con toda sinceridad. ¿Leyó usted los papeles antes de quemarlos?
—No, monsieur. No leí nada en absoluto. Quemé el sobre sin abrirlo.