Capítulo XVII En Wandsworth
El señor Mitchell estaba dando cuenta de un plato de salchichas cuando le anunciaron que un caballero deseaba verle.
El camarero se sorprendió al enterarse de que la visita era nada menos que el señor bigotudo, que era uno de los pasajeros del avión en aquel viaje fatal
Monsieur Poirot se mostró muy afable y cortés, insistiendo en que el señor Mitchell siguiera con su cena y deshaciéndose en cumplidos con la señora Mitchell, que lo contemplaba boquiabierta.
Aceptó una silla, comentó que hacía mucho calor para lo avanzado del año y, poco a poco, entró en el tema de su visita.
—Me parece que Scotland Yard progresa muy poco en las indagaciones del caso.
Mitchell meneó la cabeza.
—Es un asunto asombroso, señor. No sé qué van a descubrir. Si ninguno de los que estábamos en el avión vimos nada, va a ser muy dificil para los que no estaban allí.
—Muy cierto lo que dice.
—Henry está muy preocupado por lo sucedido —apuntó la mujer— No puede dormir por las noches.
El camarero se explicó:
—Es terrible, pero no me lo puedo quitar de la cabeza. La compañía se ha portado muy bien conmigo, porque le confieso que, al principio, temí que podría perder el puesto.
—No podían despedirte, Henry. Eso no hubiera estado bien.
La mujer hablaba con resuelto convencimiento. Era una señora alta y robusta, de ojos saltones y negros.
—No siempre salen tan bien las cosas, Ruth. Incluso han salido mejor de lo que esperaba. No me han echado las culpas, pero me sentía culpable. Ya me comprende. Después de todo, yo era el encargado.
—Me doy cuenta de sus sentimientos —observó Poirot en tono comprensivo—. Pero le aseguro que es usted muy puntilloso con su conciencia. Nada de lo sucedido es culpa suya.
—Eso le digo yo, señor—medió la señora Mitchell
Mitchell meneó de nuevo la cabeza.
—Pero yo debía haber advertido que la señora estaba muerta mucho antes. Si hubiera procurado despertarla la primera vez que le presenté la cuenta.
—No hubiera habido diferencia. Según los médicos, la muerte fue instantánea.
—No hace más que darle vueltas al caso —Intervino la mujer—. Yo le digo que no piense más en eso. Cualquiera adivina las razones que tienen los extranjeros para matarse unos a otros y iqué quiere que le diga! , haber hecho eso a bordo de un avión británico es de mala ley.
Acabó la frase con un indignado bufido patriótico. Mitchell meneó la cabeza perplejo.
—El crimen pesa sobre mí, por decirlo así. Cuando estoy de servicio, estoy con unos nervios.... Y esos señores de Scotland Yard no paran de preguntarme si noté algo anormal durante el viaje o si ocurrió algo insólito. Temo haberme olvidado de algo, aunque estoy seguro de que no. Fue aquel el viaje más normal hasta... hasta que ocurrió aquello.