—¿Cómo sabe todo eso?
—Es muy sencillo, señora, porque soy Hércules Poirot. Eh bien, no tenga reparos, deje usted el asunto en mis manos. Ya me las arreglaré yo con el señor Robinson.
—Claro —corroboró Cicely con intención—. ¿Y cuánto quiere usted?
Hércules Poirot hizo una reverencia.
—Solo quiero una fotografía dedicada por una dama muy hermosa.
—¡Dios mío! —exclamó ella—. No sé qué hacer. Mis nervios. Me estoy volviendo loca.
—No, no, todo va bien. Confíe en Hércules Poirot. Pero, señora, necesito saber la verdad, toda la verdad. No me oculte ningún detalle o me veré atado de pies y manos.
—¿Y me sacará usted de este apuro?
—Le juro solemnemente que nunca más oirá usted hablar del señor Robinson.
—Está bien. Se lo contaré todo.
—Bueno, veamos. Usted recibió dinero prestado de esa mujer, de Giselle.
Lady Horbury asintió.
—¿Cuándo fue eso? Quiero decir cuándo empezó.
—Hace año y medio. Me encontraba en un callejón sin salida.
—¿Debido al juego?
—Sí. Tuve una racha espantosa.
—¿Y le dejó todo lo que usted necesitaba?
—Al principio, no. Solo una pequeña cantidad al principio.
—¿Quién se la recomendó?
—Raymond... el señor Barraclough me dijo que aquella mujer prestaba a las señoras de la buena sociedad.
—¿Y luego le prestó más?
—Sí, todo cuanto necesitaba. Entonces me pareció un milagro.
—Esos eran los milagros que hacía madame Giselle —observó Poirot secamente—. Antes de eso, ¿usted y el señor Barraclough ya se habían hecho amigos?
—Sí.
—Pero ¿le aterraba la posibilidad de que su marido se enterase?
—Stephen es un cerdo —gritó Cicely rabiosa—. Se ha cansado de mí y desea casarse con otra. Daría saltos de alegría ante la posibilidad de un divorcio.
—¿Y usted no quiere divorciarse?
—No. Yo... yo...
—Usted está satisfecha de su posición y disfruta de una renta importante. Perfectamente. Les femmes, claro está, deben pensar en ellas ante todo. Pero, volviendo al préstamo, ¿surgieron dificultades para su devolución?