Tras titubear un instante, Jane preguntó:
—¿Supongo que no sospechará usted de monsieur Dupont?
—No, no, no. Solo deseo información. —Le dirigió una mirada penetrante y añadió—: Le gusta ese joven, ¿verdad? Il est sex appeal.
La frase hizo reír a Jane.
—No es eso lo que yo diría. Es un muchacho muy sencillo, pero encantador.
—¿Es así como lo describiría? ¿Un tipo muy sencillo?
—Me parece que su sencillez se debe a que ha llevado una vida muy poco mundana
—Cierto —aceptó Poirot—. No ha tenido tratos con dentaduras. Ni ha sufrido la desilusión del héroe que ve temblar a quienes se sientan en el sillón del dentista.
Jane se rió.
—No creo que Norman espere hallar héroes entre sus pacientes.
—Hubiese sido una lástima que se fuera al Canadá.
—Ahora habla de ir a Nueva Zelanda. Dice que le gustaría más aquel clima.
—Por encima de todo es patriota. No sale de los dominios británicos.
—Confío en que no necesite irse —dijo ella, interrogando a Poirot con la mirada.
—¿Quiere decir que confía usted en papá Poirot? ¡Ah! Bien, haré cuanto pueda, se lo prometo. Pero tengo el firme convencimiento, mademoiselle, de que hay un personaje que todavía no ha salido a escena que tiene un papel importante en esta comedia.
Meneó la cabeza con el entrecejo fruncido.
—Hay, mademoiselle, un factor desconocido en este caso. Todo converge hacia un mismo punto.
Dos días después de su llegada a París, monsieur Poirot y su secretaria cenaron en un pequeño restaurante, y los arqueólogos Dupont, padre e hijo, fueron sus invitados.
Jane encontró al viejo Dupont tan encantador como a su hijo, pero no pudo hablar mucho con él ya que Poirot lo acaparó desde el principio. Jean estuvo con ella tan simpático como en Londres y los dos se enfrascaron en una agradable charla. Su atractiva y sencilla personalidad le gustaron tanto como entonces. ¡Qué hombre tan amable y tan franco!
Pero, mientras hablaba y reía con él, aguzaba su oído para captar cuanto pudiese de la conversación que mantenían los dos hombres, deseando enterarse de qué clase de información buscaba Poirot. Por lo oído hasta entonces, en la charla no había salido aún el asesinato. Poirot estaba llevando hábilmente a su compañero hacia temas del pasado. Su interés por la investigación arqueológica en Irán parecía a la vez profundo y sincero. Monsieur Dupont gozaba enormemente de la velada. Rara vez disponía de un auditorio tan comprensivo e inteligente.
No quedó muy claro de quién partió la iniciativa de que los dos jóvenes fuesen al cine, pero cuando se hubieron ido, Poirot acercó su silla a la mesa, dispuesto a redoblar su interés por las investigaciones arqueológicas.
—Comprendo la dificultad que debe de haber en estos días de crisis económica para conseguir fondos suficientes. ¿Aceptan ustedes donativos de particulares?
Monsieur Dupont se echó a reír.
—¡Mi querido amigo, no solo los aceptamos cuando se nos ofrecen, sino que los pedimos de rodillas! Pero el tipo de excavaciones que nosotros realizamos no interesa a la gran masa. La gente busca resultados espectaculares. Quiere oro, especialmente, ¡grandes cantidades de oro! Es sorprendente que sean tan pocos los que se interesen por la cerámica, cuando se encierra en ella toda la historia de la humanidad. Diseños, materiales...