—¿Quién es Richards?
—Creo que un yanqui de Detroit o un canadiense. Es un fabricante de instrumentos quirúrgicos.
—¿No acompaña a su mujer?
—No, aún está en América.
—¿Podrá la señora Richards arrojar alguna luz sobre los posibles móviles del asesinato de su madre?
—No sabe nada de ella —el abogado rechazó la idea—. Aunque la directora le habló alguna vez de su madre, ignoraba hasta su nombre de soltera.
—Parece —comentó Fournier— que su aparición en escena va a sernos de poca ayuda para resolver el problema del asesinato. Aunque admito que no me había hecho ilusiones al respecto. Mis investigaciones, que van por otro camino, se reducen a tres personas.
—Cuatro —puntualizó Poirot.
—¿Cree usted que son cuatro?
—Yo no digo que sean cuatro, pero teniendo en cuenta la idea que usted me expuso, no puede limitarse a tres personas. Tenemos dos boquillas, las pipas kurdas y una flauta. No olvide usted la flauta, amigo mío.
Fournier lanzó una exclamación, pero en aquel momento se abrió la puerta y un viejo empleado anunció:
—La dama ha vuelto.
—¡Ah! —exclamó Thibault—. Ahora conocerán ustedes a la heredera. Adelante, madame. Permita que le presente a monsieur Fournier de la Sûreté, encargado aquí de las investigaciones encaminadas a esclarecer la muerte de su madre. Monsieur Poirot, a quien quizá conozca usted de nombre y que ha tenido la amabilidad de prestarnos su colaboración. Madame Richards.
La hija de Giselle era una agraciada morena que vestía con elegante sencillez.
Saludó a cada uno de los hombres, alargándoles la mano y pronunciando unas palabras de saludo.
—Me temo, messieurs, que apenas siento los sentimientos de una hija. A todos los efectos, no he sido más que una huérfana.
En respuesta a las preguntas de Fournier, habló con caluroso agradecimiento de la madre Angélique, la directora del Institut de Marie.
—Ella sí fue siempre muy buena conmigo.
—¿Cuándo dejó usted el orfanato, madame?
—A los dieciocho años, monsieur. Entonces empecé a ganarme la vida. Trabajaba como manicura. Estuve también en un establecimiento como modista. En Niza conocí a mi marido, que regresaba a Estados Unidos. Volvió en viaje de negocios a Holanda y nos casamos en Rotterdam hace un mes. Desgraciadamente, tuvo que volver a Canadá. Yo tuve que quedarme, pero ahora voy por fin a reunirme con él.
Anne Richards hablaba un francés correcto y fácil. Se comprendía, al oírla, que era más francesa que inglesa.
—¿Cómo se enteró usted de la tragedia?
—Lo leí en los periódicos, pero no sabía... es decir, no podía imaginar que la víctima fuese mi madre. Luego recibí en París un telegrama de la madre Angélique, dándome las señas del abogado Thibault y recordándome el nombre de soltera de mi madre.
Fournier meneó la cabeza pensativo.