—Tengo miedo —exclamó Hércules Poirot—. Miedo. Bon Dieu, ¡qué despacio va este coche!
El taxi en aquel momento corría a más de 60 por hora zigzagueando entre el tráfico, saliendo milagrosamente indemne gracias a la excelente pericia del conductor.
—Va tan despacio que, en cualquier instante, podemos sufrir un accidente —comentó secamente Fournier—. Y hemos dejado plantada a mademoiselle Grey, que estará esperando a que regresemos del teléfono, y sin una palabra de excusa. Eso no es muy cortés.
—¿Qué importa la cortesía o descortesía en una cuestión de vida o muerte?
—¿Vida o muerte? —murmuró Fournier encogiéndose de hombros y pensó: Bueno, este loco lo echará todo a perder. En cuanto la muchacha huela que le seguimos el rastro...
Entonces intentó un tono más persuasivo:
—Sea usted razonable, monsieur Poirot. Tenemos que proceder con cautela.
—Usted no comprende. Tengo miedo... miedo...
El taxi se detuvo chirriando ante el hotel en que se hospedaba Anne Morisot.
Poirot saltó a la acera y casi se tropezó con un hombre joven que salía del hotel.
Poirot se quedó de piedra al verlo.
—Otra cara conocida. Pero ¿dónde le he visto yo... ? ¡Ah! Ya recuerdo, ese es el actor Raymond Barraclough.
Al ir a entrar en el hotel, Fournier le detuvo, sujetándole por un brazo.
—Monsieur Poirot, siento un gran respeto, una honda admiración por sus métodos, pero creo firmemente que no hemos de precipitarnos. En Francia soy yo el responsable de la dirección de este caso.
Poirot le interrumpió.
—Me hago cargo de su ansiedad, pero no hay ninguna precipitación por mi parte. Preguntaremos al conserje. Si madame Richards está aquí y todo va bien, nada habremos perdido y podremos discutir con calma nuestro futuro plan de conducta. ¿Tiene usted algo que objetar a esto?
—No, no, claro que no.
—Está bien.
Poirot empujó la puerta giratoria y se encaminó hacia el encargado de recepción, seguido de Fournier.
—Creo que se hospeda aquí una tal señora Richards.
—No, monsieur. Estaba aquí, pero se ha ido hoy.
—¿Se ha ido? —preguntó Fournier.
—Sí, monsieur.
—¿Cuándo?
—Hará una media hora.
—¿Ha sido una marcha improvisada? ¿Adonde ha ido?
El empleado se irguió ante esta pregunta y parecía poco dispuesto a contestar, pero cuando Fournier le mostró sus credenciales, cambió de actitud y prometió prestar cuanta ayuda estuviese a su alcance.
No, la señora no había dejado señas. Pensó que su marcha se debía a un súbito cambio de planes. Al llegar dijo que se proponía pasar una semana.
Más preguntas. Se interrogó al portero, a los mozos de los equipajes, a los encargados del ascensor.