Según el portero, un caballero había preguntado por ella durante su ausencia, la esperó y almorzó con ella. ¿Qué tipo de caballero? Un norteamericano... muy norteamericano. Ella pareció sorprendida al verle. Después del almuerzo, la señora pidió que le bajasen el equipaje y se fue en un taxi.
¿Que adonde se había dirigido? A la Gare du Nord, al menos esa fue la orden que dio al taxista. ¿Y se fue con ella el norteamericano?
—No, se fue sola.
—La Gare du Nord —observó Fournier—Es la ruta hacia Inglaterra. El expreso de las dos. Pero también puede haber querido despistar. Hay que telefonear a Boulogne e intentar que detengan el ferry.
Se diría que el miedo de Poirot se había contagiado a Fournier.
El rostro del francés reflejaba una viva ansiedad.
Con gran rapidez y eficacia puso en movimiento la maquinaria policial.
Eran las cinco cuando Jane, que esperaba en el salón con un libro abierto en sus manos, levantó la cabeza y vio entrar a Poirot.
Quiso protestar, pero las palabras se le helaron en la boca al ver la cara que ponía su jefe.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. ¿Ha pasado algo?
Poirot le cogió las manos.
—La vida es algo terrible, mademoiselle.
El tono con que pronunció estas palabras hizo estremecer a Jane.
—Pero ¿qué pasa? —volvió a preguntar
Poirot habló lentamente.
—Cuando el tren llegó a Boulogne, se encontró a una mujer en un compartimiento de primera... muerta.
Jane palideció.
—¿Anne Morisot?
—Anne Morisot. Tenía en la mano un frasco azul que contenía cianuro.
—¡Oh! —exclamó Jane—. ¿Un suicidio?
Poirot tardó en contestar. Luego, como quien escoge con prudencia las palabras, contestó:
—Sí, la policía cree que se trata de un suicidio.
—¿Y usted?
Poirot extendió los brazos en actitud muy expresiva.
—¿Qué otra cosa se puede creer?
—¿Por qué se suicidaría? ¿Por remordimiento o por miedo a ser detenida?
Poirot meneó la cabeza pensativo:
—¡Qué cosas más horribles tiene la vida! Se necesita mucho valor.
—¿Para matarse? Sí, supongo que sí.
—Y para vivir —remachó Poirot—, también para vivir se necesita valor.