»¿Alguien pudo hacer algo así? Sí, dos personas. Los dos camareros pudieron acercarse a madame Giselle e inclinarse sobre ella sin que nadie notara nada anormal.
»¿Pudo hacer eso alguien más?
»Les diré que pudo hacerlo el señor Clancy. Era el único viajero que había pasado por detrás del asiento de madame Giselle, y recuerdo que fue el primero en llamar la atención sobre lo de la cerbatana y el dardo envenenado.
El señor Clancy se levantó de un brinco.
—¡Protesto! —exclamó—. ¡Protesto! ¡Esto es una infamia!
—Siéntese —le ordenó Poirot—. Aún no he terminado. Quiero exponerles paso a paso cómo llegué a mis conclusiones.
»Yo tenía ya tres presuntos autores del crimen: Mitchell, Davis y el señor Clancy. Ninguno de los tres me parecía un asesino, pero quedaba mucho camino por delante.
»Recapacité luego sobre las posibilidades que ofrecía la avispa. ¡Qué interesante era esa avispa! En primer lugar, nadie se había fijado en ella hasta que se sirvió el café. Esta circunstancia era ya muy curiosa. En mi opinión, el asesino se propuso dar al mundo dos soluciones distintas de la tragedia. Según la primera y más sencilla, madame Giselle sufrió una picadura de avispa y sucumbió a un infarto. El éxito de esta solución dependía de que el asesino pudiera recoger el dardo. Japp convino conmigo en que esto podía hacerse fácilmente, en tanto nadie sospechara que sucedía algo irregular. Además, yo no tenía la menor duda de que habían cambiado el color original de la seda para simular la apariencia de una avispa.
»El asesino, pues, se acercó a su víctima, le clavó el dardo ¡y dejó en libertad la avispa! El veneno es tan activo que produce la muerte al instante. Si Giselle gritara, con el ruido del motor nadie la oiría. Pero, para el caso de que alguien la oyese, ya estaba zumbando la avispa por el avión para justificar el grito. El insecto, se diría, había picado a la pobre mujer.
»Ese era, como digo, el plan número uno. Pero suponiendo, como realmente ocurrió, que se descubriera el dardo envenenado antes de que el criminal pudiera recogerlo, la situación del asesino sería muy comprometida. La muerte natural sería inaceptable. En vez de arrojar la cerbatana por el hueco de la ventilación, habría que esconderla donde se la pudiera encontrar cuando se registrase el avión y, enseguida, surgiría la idea de que aquella era el arma del crimen. La atmósfera adecuada para un disparo a distancia estaba creada y, cuando se encontrara la cerbatana, se encaminarían las sospechas en una determinada dirección.
»Ya tengo, pues, mi teoría del crimen, y mis sospechas contra tres personas, que pueden extenderse a una cuarta:
»Monsieur Jean Dupont, que atribuyó la muerte a una picadura de avispa, era quien se sentaba más cerca de Giselle y podía levantarse sin que nadie se fijase. Pero, por otra parte, no me atrevía a admitir que se hubiera arriesgado tanto. Concentré mis pensamientos en el problema de la avispa. Si el asesino llevaba encima una avispa para soltarla en el momento psicológico, debió traerla encerrada en una cajita o algo por el estilo.
»De aquí mi interés por saber lo que llevaban los pasajeros en sus bolsillos y en su equipaje.
»Y he aquí que llegué a un resultado totalmente inesperado. Encontré lo que buscaba, pero no en la persona que esperaba. En el bolsillo del señor Norman Gale había una cajita de cerillas vacía. Pero, según todos declaraban, el señor Gale no se había acercado a la cola del avión. Solo fue al servicio y volvió luego a su sitio.