—Empezaré por el principio, amigos míos. Me situaré en el avión Prometheus el día del fatídico viaje París-Croydon. Les expondré las impresiones que recibí aquel día y las ideas que me sugirieron, pasando luego a explicarles si se confirmaron o no en virtud de futuras observaciones.
»Poco antes de llegar a Croydon, el camarero se acercó al doctor Bryant, y este le siguió para examinar el cadáver. Yo les acompañé, presintiendo que tal vez aquello pudiera interesarme personalmente. Quizá tenga yo un punto de vista excesivamente profesional, cuando se trata de asesinatos. Esos casos los divido en dos clases: los que me interesan y los que no. Y aunque estos últimos son infinitamente más numerosos, siempre que me hallo ante la víctima de un crimen me siento como un perro olfateando el aire.
»El doctor Bryant /confirm/ió el temor del camarero respecto a la defunción de la viajera. Claro que, respecto a la causa de la muerte, no podía emitir su juicio sin examinar atentamente el cadáver. Y entonces fue cuando monsieur Jean Dupont sugirió que la muerte pudo producirse por un shock causado por la picadura de una avispa y, en apoyo de su hipótesis, nos mostró el insecto que acababa de matar.
»Era una conjetura que, por no carecer de fundamento, parecía muy aceptable. Podía verse la señal en el cuello de la difunta, señal muy semejante a la que deja el aguijón de una avispa y, además, estaba el hecho innegable de la presencia del insecto en el avión.
»Pero yo tuve la fortuna de descubrir en el suelo lo que a primera vista hubiera podido tomarse por otra avispa muerta, pero que en realidad era un dardo con un copito de seda amarilla y negra.
»Fue entonces cuando se acercó el señor Clancy y afirmó que aquello era un dardo como los que algunas tribus lanzan con cerbatana. Luego, como ustedes ya saben, se descubrió este artilugio.
»Cuando llegamos a Croydon, las ideas bullían en mi cerebro. Una vez que me vi en tierra, mi cerebro empezó a funcionar con su acostumbrada claridad.
—Siga, monsieur Poirot —sonrió Japp—. Prescinda de cualquier falsa modestia.
Poirot reanudó su discurso tras dirigirle una mirada.
—Una idea predominaba en mi cabeza (como a todos los demás), y era la audacia de un crimen cometido de aquel modo, y el hecho sorprendente de que nadie lo hubiera advertido.
»Otros dos puntos me interesaban además. Uno era la oportuna presencia de la avispa. El otro, el hallazgo de la cerbatana. Como tuve ocasión de hacer observar a mi amigo Japp, ¿por qué diablos no se desprendió de ella el asesino arrojándola por el hueco de la ventilación? El dardo por sí solo hubiera sido difícil de identificar, pero una cerbatana, que además conservaba aún vestigios de su etiqueta, ya era otra cosa.
»¿Cuál era la explicación? Obviamente que el asesino deseaba que se encontrase la cerbatana.
»Pero ¿por qué? Solo hay una respuesta lógica. Si se encontraba un dardo envenenado y una cerbatana, se supondría que el asesinato había sido cometido con un dardo disparado con ese chisme. Por consiguiente, el crimen no se había cometido de aquel modo.
»Por otra parte, como había de demostrar el análisis, la muerte la causó el veneno del dardo. Esto abrió mis ojos y me dio que pensar. ¿Cuál era la manera más segura de clavar un dardo en la yugular? Y la respuesta no ofrece dudas: con la mano
»Inmediatamente se vio la necesidad de que se encontrara la cerbatana. Ésta sugería inevitablemente la idea de distancia. Si mis deducciones no eran erróneas, la persona que mató a Giselle se le acercó muy decidida y se inclinó sobre ella para matarla.