—Esta historia me parece extraordinaria —murmuró el juez.
—Es cierto, señor, lo juro. No me pareció raro porque el disco llevaba una etiqueta y yo creía
que era música como los demás.
Wargrave miró a Lombard, preguntándole:
—¿Había una etiqueta en ese disco?
Lombard asintió con la cabeza y rió burlonamente descubriendo sus dientes blancos y
puntiagudos.
—Es exacto, señor, ese disco lleva el título: El canto del cisne.
El general MacArthur estalló colérico:
—Todo esto es grotesco, estúpidamente grotesco; ¿qué idea han tenido al lanzar acusaciones tan
monstruosas contra nosotros? Es preciso avisar sin demora a mister Owen o quien sea.
Miss Brent le interrumpió:
—Pero ¿quién es ese señor? He aquí la cuestión —dijo con aire indignado.
El juez meditó. Expresóse con la autoridad que le había conferido una vida entera pasada en los
tribunales.
—Ante todo interesa esclarecer este detalle. Rogers, llévese a su mujer a su habitación y que se
acueste. Luego, vuelva en seguida.
—Bien, señor.
—Espere que le ayude, Rogers —añadió el doctor.
Apoyada en los dos hombres, mistress Rogers salió vacilante de la estancia.
Cuando hubieron salido, Tony Marston dijo:
—No sé si opinará lo mismo que yo, pero voy a beber una copita de licor.
—Yo también —añadió Lombard.
—Voy a ver si descubro por ahí algunas botellas —dijo Tony alejándose.
Unos instantes después, ya estaba de vuelta.
—Ya las tengo, las descubrí en una bandeja cerca de la puerta, nos estaban esperando.
Las puso delicadamente sobre la mesa y llenó los vasos. El juez y el general se hicieron servir
un buen whisky. Todos necesitaban un estimulante; sólo Emily Brent pidió un vaso de agua.
El doctor reapareció en el salón.
—Está mucho mejor. Le he dado un sedante para que descanse. ¿Están ustedes bebiendo? Les
imitaré muy gustoso.
Los hombres llenaron por segunda vez sus vasos.
Unos minutos después volvió Rogers.
El juez se encargó de continuar el interrogatorio.
Pronto el salón se transformó en un tribunal improvisado.
—Veamos, Rogers: queremos conocer algo de esa historia. ¿Quién es mister Owen? —preguntó
el magistrado.
—Pues el propietario de la isla, señor.
—Sí. Ya lo sé. Pero ¿sabe algo de él?
Rogers bajó la cabeza.
—No puedo decirle nada en absoluto, pues no lo he visto jamás.
Un movimiento de sorpresa se produjo en todos.
El general MacArthur preguntó a su vez:
—¿No le ha visto jamás? ¿Qué cuento es éste?
—Mi mujer y yo estamos aquí sólo desde hace unos días. Fuimos contratados por mediación de
una agencia de colocaciones. La agencia Regina, en Plymouth, fue la que nos escribió.
Blove aprobó con la cabeza.
—Es una agencia antigua —dijo.
—¿Tiene esa carta? —interrogó Wargrave.
—¿La carta que nos escribieron? No, señor; no la he conservado.
—Continúe su historia. Dice que fueron contratados por carta…
—Si, y se nos fijaba el día que teníamos que venir. Aquí todo estaba en orden, había provisiones
en abundancia y nos gustó la casa; sólo tuvimos que limpiar el polvo.
—¿Y después?
—Nada, señor; recibimos instrucciones, por carta, de preparar las habitaciones para recibir a los
invitados, y ayer el cartero nos trajo otra carta de mister Owen diciéndonos que no podía venir y que
cumpliéramos con nuestro deber lo mejor posible en su ausencia. Nos daba órdenes para la cena y
nos pedía que pusiéramos el disco a la hora del café.
—¿Tiene esa carta? —interrogó Wargrave.
—Sí, señor; la llevo encima.
Sacó la carta del bolsillo y el juez se la cogió de las manos.
—¡Hum! Tiene el timbrado del Ritz y está escrita a máquina.
—¿Me permite verla? —le dijo Blove, que estaba a su lado.
La cogió de manos del juez y la recorrió con la vista. Luego murmuró:
—Es una máquina Corona nueva, y sin ningún defecto; papel comercial ordinario. No estamos
más adelantados que antes. Podrían sacarse huellas digitales, pero me parece que no encontraríamos
ninguna.
Wargrave le miró con atención creciente.
Marston, de pie, al lado de mister Blove, miraba por encima de su espalda y señaló:
—Nuestro anfitrión tiene unos nombres muy extraños: Ulik Norman Owen. Se llena la boca uno
al decirlo.
El viejo magistrado se sobresaltó:
— Le estoy muy reconocido, mister Marston; acaba de llamar mi atención sobre un punto
bastante sugestivo.
Miró a su alrededor y alargando el cuello como una tortuga enfadada, añadió:
—Creo que el momento es propicio para reunir todas las informaciones que poseemos. Me
parece que cada uno deberíamos decir todo cuanto sepamos acerca del propietario de esta casa.
Hubo un momento de silencio y, un tanto malhumorado continuó:
—Aquí somos todos invitados. A mi juicio sería utilísimo que cada uno de nosotros explicase
exactamente a título de qué se encuentra aquí.
Al cabo de un instante, Emily Brent tomó la palabra muy decidida.