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当前位置: 首页 » 西班牙语阅读 » 阿加莎·克里斯蒂作品集 » Diez Negritos无人生还 » 正文

Capítulo 2(1)

时间:2024-04-12来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:Captulo 2Delante de la estacin de Oakbridge haba un grupo de personas esperando. Tras ellos estabanlos mozos de las male
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Capítulo 2

Delante de la estación de Oakbridge había un grupo de personas esperando. Tras ellos estaban

los mozos de las maletas.

Uno de ellos llamó:

—¡Jim!

El chófer de uno de los taxis estacionados se adelantó y preguntó con el dulce acento de Devon:

—¿Van ustedes, sin duda alguna, a la isla del Negro?

Cuatro voces respondieron afirmativamente, y los viajeros se miraron entre sí. El chófer se

dirigió al de más edad, que era el juez Wargrave.

—Tenemos dos taxis a su disposición. Uno de ellos debe esperar el tren ómnibus que viene de

Exeter dentro de cinco o seis minutos, pues otro señor llegará en ese tren. Quizás alguno de ustedes

quiera esperar un poco, y de esa forma no irán tan apretados en el coche.

Vera Claythorne, comprendiendo su deber de secretaria, se apresuró a contestar:

—Yo esperaré, si quieren.

Su mirada y su voz ligeramente autoritarias dejaban entrever la clase de su trabajo. Empleaba el

mismo tono que si diese órdenes a sus alumnos en un partido de tenis.

Miss Brent dijo secamente:

—Gracias.

El chófer había abierto la portezuela del taxi, y ella entró la primera, el juez la siguió. El capitán

Lombard se atrevió.

—Esperaré con miss…

—…Claythorne —terminó Vera.

—Yo me llamo Lombard, Philip Lombard.

Los mozos apilaron sobre el taxi las maletas, y desde su interior el juez dijo amablemente:

—Tenemos un tiempo espléndido.

—En efecto.

«Un señor muy viejo, pero muy distinguido — pensó —. Completamente diferente de las

personas que se encuentran en las pensiones familiares de las playas baratas. Es evidente que los

señores Oliver conocen la gente del gran mundo.»

El juez Wargrave preguntó:

—¿Conoce usted esta región de Inglaterra?

—Conozco Cornualles y Torquay, pero es mi primera visita a esta región de Devon.

El juez añadió:

—No importa, tampoco yo conocía esta región.

El taxi se alejó.

El chófer del otro coche preguntó a los dos viajeros que quedaban:

—¿Quieren ustedes sentarse en el coche en tanto esperan?

Vera respondió con voz autoritaria:

—De ninguna manera.

Mister Lombard sonrió y dijo:

—Este sitio soleado me gusta mucho, a menos que usted prefiera entrar en la estación.

—¡Ah!, no, gracias. ¡Se siente uno tan dichoso de no estar en esos vagones recalentados!

—Es cierto; viajar en tren con esta temperatura es lo más desagradable que hay.

Vera añadió, por decir algo:

— Esperemos que esto dure. Hablo del tiempo. ¡El verano en Inglaterra reserva muchas

sorpresas!

Lombard hizo una pregunta desprovista de originalidad:

—¿Conoce usted esta parte de Inglaterra?

—No, vengo por vez primera.

Decidida a poner en claro su situación en casa de los Owen, añadió:

—No he visto jamás a mi jefe.

—¿Su jefe?

—Sí, soy la secretaria de mistress Owen.

—¡Ah! Comprendo. Esto lo cambia todo.

Vera se echó a reír.

—¿Por qué? Yo no lo encuentro diferente. La secretaria particular de mistress Owen se puso

enferma y pidió a una agencia, telegráficamente, una sustituta, y me han enviado a mí.

—¿Y si el puesto no le conviene, una vez instalada en la casa?

De nuevo Vera se echó a reír.

—¡Oh!, esto sólo es provisional. Un empleo para las vacaciones. Yo tengo una situación estable

en una escuela de niñas. El hecho es que yo ardo en deseos de ver esta isla del Negro, tan célebre

desde que los periódicos han hablado de ella. ¿Es a tal punto fascinadora?

—En verdad, no puedo decirle nada, no la conozco —respondió Lombard.

—¡Ah, si! Los Owen han debido entusiasmarse. ¿Cómo son? Dígame algo de ellos.

Lombard reflexionó un instante. La situación se ponía difícil. ¿Debía, sí o no, dar a entender que

él no los conocía? Se decidió a cambiar de conversación.

—¡Oh! Tiene una avispa en un brazo, no se mueva, por favor.

Para convencerla hizo el gesto de lanzarse a cazar a la avispa.

—¡Ya se fue!

—Gracias, muchas gracias. Las avispas abundan este verano.

—Es, sin duda, el calor. ¿Sabe usted a quién esperamos?

—No tengo la menor idea.

Se oyó el ruido de un tren que se acercaba.

Lombard dijo:

—¡He aquí el tren que llega!

Un hombre alto, de aspecto militar, apareció a la salida del andén.

Sus cabellos grises estaban cortados casi al rape y su bigotito blanco muy bien cuidado.

El mozo, ligeramente vacilante bajo el peso de una sólida maleta de cuero, le indico a Vera y a

Lombard. Vera se adelantó.

—Soy la secretaria de mistress Owen, tomaremos este coche. Le presento a mister Lombard.

Con sus ojos azules, fatigados por la edad, el recién llegado juzgó al capitán Lombard. Se

hubiera podido leer en ellos esta opinión:

«Buen tipo, pero hay en él algo que desagrada.»

Los tres se instalaron en el taxi, que recorrió las calles solitarias del pueblecito de Oakbridge y

enfiló la carretera de Plymouth. A los dos kilómetros el coche se metió por un laberinto de caminos

vecinales, verdeantes, empinados y estrechos.

El general MacArthur observó:

—Desconozco esta parte de Devon. Mi pequeña propiedad está situada al Este del condado,

junto a los confines del Dorset.

—Este campo es encantador —comentó Vera—. Las colinas tan verdes y la tierra roja hacen un

contraste agradable a la vista.

Lombard replicó, un tanto displicente:

—Esto me parece demasiado angosto, prefiero los grandes espacios donde la vista se pierde en

el horizonte.

El general MacArthur le dijo:

—Parece como si hubiera viajado mucho.

Lombard alzó los hombros con gesto despectivo.

—¡Bah! He dado muchas vueltas por el mundo.

Y pensaba para sí: «Este viejo militar me va, seguramente, a preguntar si durante la Gran Guerra

estaba en edad de coger el fusil. Con esta gente siempre pasa lo mismo.»

Sin embargo, el general MacArthur no hizo ninguna alusión a la guerra.

Después de haber subido a una colina escarpada, descendieron hacia Sticklehaven por un

camino en zigzag. Este pueblecito sólo tenía varias casuchas, con una o dos barcas de pesca varadas

en la playa.

Por primera vez contemplaron la isla del Negro, que surgía del mar, hacia el sur, iluminada por

el sol poniente.

—Pero ¡si estamos todavía muy lejos de ella! —exclamó sorprendida Vera.

Se la había imaginado muy diferente, cerca de la ribera, coronada con una casa blanca; pero no

se veía vivienda alguna. Sólo se percibía una enorme silueta rocosa que vagamente parecíase a una

cara de negro. Su aspecto le pareció siniestro, y se estremeció. Delante de la posada de las Siete

Estrellas, tres personas estaban sentadas; el viejo juez con su espalda encorvada, miss Brent, derecha

como un huso, y un hombre, un mocetón que, sin ceremonias, adelantándose, se presentó a si mismo.

—Hemos creído que debíamos esperarles. Así no haremos más que un viaje. Permítanme que

me presente. Me llamo Davis, y he nacido en Natal, en África del Sur.

Su jovial sonrisa le valió una mirada torva del juez Wargrave. Se diría que tenía deseos de dar la

orden de despejar la sala del tribunal.

—¿Alguien desea tomar una copita antes de embarcarnos? —preguntó Davis, muy hospitalario.

Nadie aceptó su invitación. Volvióse y, con el dedo levantado, decidió:

—En ese caso no nos detengamos más. Deben de esperarnos nuestros anfitriones.

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