Capítulo 7
Después del desayuno, miss Brent invitó a Vera a subir a lo alto de la isla para vigilar la llegada
del barco. Y Vera aceptó.
El viento había cambiado y era más fresco. Crestas de espuma aparecían en el mar. En el
horizonte no se veía ninguna barca de pesca… y ni la menor señal de la canoa.
El pueblo de Sticklehaven era invisible, no se divisaban sino los rojizos acantilados que lo
dominaban y ocultaban la pequeña bahía.
Emily Brent dijo:
—Parecíame que el hombre que nos trajo ayer era bastante formal; es verdaderamente raro que
se retrase tanto esta mañana.
Vera no respondió, trataba de reprimir su nerviosismo y pensaba:
«Debo conservar mi sangre fría; en este momento no me conozco, acostumbro tener más valor.»
Al cabo de un instante, dijo en voz alta:
—Deseo ver llegar esta canoa, pues quiero marcharme de aquí.
La vieja, sobresaltada, exclamó:
—Todos deseamos marcharnos de esta isla —añadió secamente miss Brent.
—¡Esta aventura es tan fantástica! No se comprende nada —suspiró Vera.
La vieja solterona volvió a hablar:
—Me he dejado engañar muy fácilmente; esta carta es absurda, si se toma uno la molestia de
examinarla detenidamente. Pero cuando la recibí no tuve la menor sospecha.
—Lo comprendo muy bien —murmuró Vera.
—No se desconfía bastante en la vida.
Vera lanzó un largo suspiro y le preguntó:
—¿Piensa usted de veras lo que dijo durante el desayuno?
—Sea un poco más precisa. ¿A qué hace alusión?
—¿Cree usted verdaderamente que Rogers y su mujer dejaron morir a su señora? —preguntó
Vera en voz baja.
Miss Brent miró largamente al mar y dijo.
—Personalmente estoy convencida. Y usted, ¿qué opina?
—No sé qué pensar.
—Todo parece confirmar mi idea. La forma en que se desvaneció la criada en el momento en
que su marido dejaba caer la bandeja con el servicio de café. Recuérdelo. Después, las explicaciones
de Rogers… sonaban a falso. ¡Desde luego, para mí son culpables, sin duda alguna!
Vera encareció:
—Esa pobre mujer parecía tener miedo de su sombra; jamás he visto una cara de terror como la
suya. Los remordimientos debían perseguirla…
—Me acuerdo de un texto que había en un marco colgado de mi cuarto de niña —murmuró miss
Brent—. «Ten por seguro que tus pecados te remorderán.» Es la mayor verdad, nadie escapa a su
propia conciencia.
Vera, que estabasentada en una roca, se puso precipitadamente en pie.
—Miss Brent… miss Brent… en este caso…
—¿Qué?
—¿Los otros? ¿Qué me dice usted?
—No comprendo lo que puede significar.
—¿Todas las demás acusaciones serían falsas? Si la voz decía la verdad referente a los esposos
Rogers…
Se interrumpió, incapaz de poner en orden el caos de sus pensamientos.
La frente arrugada de miss Brent serenóse, y dijo:
—¡Ah! Ya veo dónde quiere usted ir a parar. Tomemos la acusación contra Lombard. Declaró
haber abandonado a la muerte a veinte hombres.
—No eran más que indígenas… —comentó Vera.
Emily Brent exclamó indignada:
—Blancos o negros, todos los hombres son hermanos.
En su interior Vera pensaba:
«Nuestros hermanos los negros… los hermanos de color… Eso me da ganas de reír. Me
encuentro muy nerviosa hoy…»
Emily Brent continuó pensativa:
—Naturalmente, las otras acusaciones eran exageradas y hasta ridículas. Así, el reproche contra
el juez Wargrave, que cumplió con su deber, igual que el caso del ex detective de Scotland Yard… y
justamente el mío.
Después de una breve pausa continuó:
—En vista de las circunstancias preferí no decir nada anoche. Me dolía el tener que hacerlo
delante de esos señores.
—¿De veras?
Vera escuchaba atentamente y miss Brent le contó la historia:
—Beatriz Taylor era mi criada. No era una joven sensata, pero lo descubrí demasiado tarde; me
desilusionó mucho. Tenía buenos modales; voluntariosa y servicial. Al principio me satisfizo, pero
todas estas cualidades eran sólo la fachada de un interior hipócrita de costumbres ligeras y, desde
luego, sin moralidad. Una criatura espantosa. Pasaron muchos meses antes de que descubriese que
estaba encinta. Me escandalicé, pues sus padres eran personas decentes que le habían inculcado
buenas ideas. Debo decir que no aprobaron la conducta de su hija.
Vera miraba fijamente a miss Brent.
—¿Qué pasó entonces?
—Pues que no la tuve ni una hora más debajo de mi techo. Nadie me reprochará de alentar el
vicio.
Bajando la voz, Vera insistió:
—Pero ¿qué le pasó?
—Esa inmunda criatura, no satisfecha de tener sobre su conciencia un pecado, cometió otro más
grande aún: se suicidó.
—¡Se mató! —exclamó horrorizada.
—Sí, arrojándose al mar.