El doctor Armstrong le recriminó:
—¡Esos excesos de velocidad son inadmisibles enteramente; los jóvenes imprudentes de su
temple constituyen un peligro público!
Alzando los hombros, Tony contestó:
—Estamos en el siglo de la velocidad, ¡qué diablos! ¡Son las carreteras inglesas las defectuosas!
¡Hay que ir siempre a paso de tortuga!
Buscó su vaso, lo cogió de la mesa, del aparador tomó una botella de whisky y se echó una gran
cantidad con soda y continuó:
—Lo cierto es que fue un accidente, ¡yo no tuve la culpa!
Rogers, el criado, se humedeció los labios y dijo con tono deferente:
—¿Me permiten que les diga algo, señores?
—Le escuchamos —respondió Lombard.
—También la voz ha citado mi nombre y el de mi mujer… y el de miss Brady. No hay nada de
cierto en lo dicho, señor. Mi mujer y yo hemos estado a su servicio hasta que murió. Siempre estaba
enferma: la noche que se agravó hubo una gran tempestad, el teléfono estaba averiado; era imposible,
pues, llamar al doctor y fui yo mismo a buscarlo a pie.
«Llegamos demasiado tarde, lo hicimos todo para salvarla. Le estamos muy agradecidos, todo el
mundo se lo dirá, señor; ¡jamás tuvo queja alguna de nosotros! ¡Ni el menor reproche!
Lombard miraba con insistencia la cara crispada del mayordomo; sus labios estaban secos y el
terror se reflejaba en su mirada. Se acordó de la caída de la bandeja con el servicio de café, pero no
dijo nada.
Con su voz profesional y brusca Blove preguntó al doméstico:
—¿Les dejó algo al morir?
Rogers se enderezó indignado.
—Miss Brady nos dejó una suma como premio a nuestros fieles servicios. ¿Y por qué no?
Lombard intervino:
—¿Y si usted nos hablara un poco de si mismo, mister Blove?
—¿De mí?
—Sí, su nombre está en la lista.
Blove enrojeció.
—¿El asunto Landor? Se trataba de un robo en un Banco, el London Commercial.
El juez Wargrave se agitó en su butaca.
—Me acuerdo muy bien, aunque no pasó por mis manos el proceso: Landor fue condenado por
su testimonio, Blove. Fue usted quien, como oficial de policía, llevó la indagatoria.
—Eso mismo —dijo Blove.
—Landor fue condenado a trabajos forzados a perpetuidad y murió en Dartmour. Su salud era
muy delicada.
—Ese individuo no era más que un estafador —concluyó Blove—. Fue él quien mató al sereno.
Su culpabilidad no dejaba lugar a dudas.
El juez dijo lentamente:
—Usted recibió, me parece, felicitaciones por su habilidad.
—Ascendí en mi carrera —añadió Blove—. No hice sino cumplir con mi deber.
Lombard se echó a reír ruidosamente.
—Por lo visto todos somos personas que respetan la ley y cumplen su deber; excepto yo. ¿Y
usted, doctor? ¿Qué le parece si hablásemos un poco de error profesional? ¿Se trataba de una
operación ilegal?
Emily Brent miraba a Lombard con asco y retiró su butaca hacia atrás.
Muy dueño de sí mismo, el doctor inclinó la cabeza con buen humor.
—Les declaro que no comprendo nada de esa historia. No me acuerdo de haber operado a nadie
con ese nombre de ¿Gleis…? ¿Glose?, y menos que se muriese por mi culpa. ¡Hará tantos años! Lo
probable es que fuese una operación en el hospital, y ya saben ustedes que a veces está en tal estado
el enfermo que no sirve para nada operar y luego la familia lo achaca al cirujano si sobreviene la
muerte.
Inclinando la cabeza lanzó un suspiro.
El mismo Armstrong pensaba: «Estaba borracho, eso fue… y borracho operé a una mujer. Tenía
los nervios deshechos y mis manos temblaban. No hay duda… la maté. ¡Pobre mujer! La operación
era de las más sencillas, y habría salido bien si yo no hubiese bebido. Afortunadamente para mi existe
esto que se ha convenido en llamar el secreto profesional. La enfermera lo sabía, pero no dijo nada.
¡Dios mío! ¡Qué golpe para mí! Menos mal que corté a tiempo. Pero ¿quién diablos ha podido estar
al corriente de este incidente después de tantos años?»
Un profundo silencio reinaba en el salón. Todo el mundo miraba a Emily Brent de una manera
más o menos discreta. Al cabo de un momento se dio cuenta que esperaban que dijese algo. Enarcó
las cejas sobre su frente estrecha y preguntó:
—¿Esperan que les diga algo? No tengo nada que decirles.
—¿Nada? —dijo el juez.
—No, nada —contestó miss Brent, apretando fuertemente los labios.
—¿Se reserva usted para la defensa? —preguntó Wargrave con dulzura.
—Es inútil que me defienda —respondió fríamente miss Brent—. He obrado siempre con
arreglo a mi conciencia y no tengo nada que reprocharme.
Una amarga decepción se dibujó en todos los semblantes. Sin embargo, miss Brent no era mujer
para desanimarse ante la opinión de los demás.
Se quedó impasible.
Una o dos veces el juez tosió.
Luego dijo:
—Nuestra pesquisa se suspende por el momento. Dígame, Rogers, aparte de nosotros, usted y su
mujer, ¿hay alguien más en la isla?
—No, señor.
—¿Está seguro?
—Completamente seguro.
—No me explico qué intenciones tuvo nuestro desconocido anfitrión al reunimos en esta casa. A
mi juicio esta persona, hombre o mujer, no tiene completas sus facultades mentales.
—Creo que obraríamos bien abandonando esta isla lo más pronto posible. ¿Y si nos fuésemos
esta misma noche?
—Perdón, señor —dijo Rogers—, pero no hay barco en la isla.
—¿Ni una barca?
—No, señor.
—Entonces, ¿cómo se comunica usted con la costa?
—Fred Narracott viene todas las mañanas con su barco, trae el pan, la leche y el correo y toma
los pedidos para los proveedores.
—En este caso todos debemos mañana tomar el barco de Narracott —declaró el juez.
Los reunidos fueron de su parecer salvo Anthony Marston que expuso esta opinión:
—Esta huida no tiene nada de elegante. Antes de irnos deberíamos aclarar este misterio. Parece
una novela policíaca… de las más emocionantes.
—A mis años no se buscan las emociones —le replicó agriamente el magistrado.
—La vida es cada vez más breve. Los asuntos criminales me apasionan. ¡Bebo a la salud de los
asesinos! —contestó Tony riéndose con sarcasmo.
Llevó su vaso a la boca y lo vació de un trago. De repente, pareció que se ahogaba, sus
facciones se crisparon y sus carrillos tomaron un color purpúreo. Trató de respirar y se derrumbó al
pie de su butaca dejando caer el vaso sobre la alfombra.