Capítulo 12
La comida terminó.
El juez Wargrave se aclaró la voz, y en tono autoritario, dijo:
—Sería muy conveniente que nos reuniésemos dentro de media hora en el salón.
Todos aceptaron la idea. Vera apiló los platos y anunció:
—Voy a quitar la mesa y fregar la vajilla.
Lombard intervino:
—Lo llevaremos nosotros a la cocina.
—Muchas gracias.
Emily Brent se había levantado. Volvió a sentarse, exclamando:
—¡Oh! ¡Dios mío!
—¿Qué tiene usted, miss Brent? —preguntó el magistrado.
—Hubiese querido ayudar a mis Claythorne, pero no sé lo que me pasa. Me siento mareada.
—¡Mareo! —repitió el doctor, acercándose a ella—. No es nada extraordinario, es la reacción de
la comida. Voy a darle alguna cosa para que se le pase…
—¡No!
La palabra salió de su boca como una bala que hace explosión. Todos se desconcertaron. El
doctor enrojeció. La cara de la solterona retrataba claramente su miedo y sus sospechas.
El doctor Armstrong replicó con voz fría:
—Como usted guste, miss.
—No quiero tomar nada, nada enteramente. Me quedaré sentada aquí, tranquila, hasta que este
malestar me pase.
Terminando de quitar la mesa, Blove, galantemente, dijo a Vera:
—Miss Claythorne, yo soy un hombre de conciencia y si lo desea la ayudaré muy a gusto.
Sonriente contestó:
—Como quiera usted.
Emily Brent quedó, pues, sola en el comedor. Desde la cocina le llegaban los ruidos de la vajilla.
La sensación de mareo le desaparecía poco a poco. Sentía una dulce lasitud, como si quisiera
dormirse.
Los oídos le zumbaban… ¿O era en la habitación? ¡Ah! ¡Si es una abeja…! La veía en el cristal
de la ventana.
¿Qué había dicho Vera esta mañana acerca de las abejas…? De las abejas y de la miel.
Alguien se encontraba en la habitación… una persona… con el traje mojado… Beatriz Taylor
saliendo del agua…
Si Emily volviera la cabeza la vería… Pero le era imposible moverla. ¿Y si llamase? Pero…
igualmente, imposible llamar… No había nadie en la casa, estaba absolutamente sola en la casa…
Percibió un ruido de pasos… unos pasos pesados que se deslizaban tras ella. El paso vacilante
de la ahogada… un olor húmedo sentíase… en el cristal, la abeja zumbaba…
En este instante sintió la picadura. La abeja había clavado su aguijón en el cuello de miss Brent.
En el salón esperaban la llegada de Emily Brent.
—¿Quieren ustedes que vaya a buscarla? —propuso Vera.
Vera se sentó y cada uno de los reunidos lanzó a Blove una mirada interrogante.
—Escúcheme. Creo que es inútil buscar por más tiempo al autor de estas muertas sucesivas,
pues es la mujer que en estos momentos se encuentra en el comedor.
—¿En qué basa su acusación? —preguntó Armstrong.
—La locura mística. ¿Qué piensa usted, doctor?
—Perfectamente verosímil y ninguna acusación voy a formular; pero… nos hacen falta pruebas
antes que nada.
—Tenía un aspecto muy raro cuando preparábamos el desayuno —explicó Vera—, sus ojos.
Vera se estremeció.
—Hay otra cosa —dijo Blove—. Es la única entre nosotros que no ha querido hablar después de
la audición del disco del gramófono. ¿Por qué? Porque ella no podía darnos ninguna explicación.
—¡Eso no es verdad! —exclamó Vera—. Pues ella, más tarde, me ha hecho confidencias.
—¿Qué le contó, miss Claythorne? —preguntó Wargrave.
La joven repitió la historia de Beatriz Taylor. El juez hizo notar:
—Este relato me parece sincero y de veras lo creo, pero dígame, miss Claythorne, ¿Emily Brent
parecía experimentar remordimientos por su actitud en aquellas circunstancias?
—Creo que no. No vi en ella ninguna emoción.
—¡Esas solteronas virtuosas tienen el corazón tan duro como la piedra! —comentó Blove—. La
envidia las devora.
—Son las doce menos diez y debemos rogar a miss Brent que venga —indicó el juez.
—¿No piensa usted tomar ninguna medida? —preguntó Blove.
—¿Qué decisión puedo tomar? —preguntó el magistrado—. Por ahora no tenemos más que
sospechas. Sin embargo pediré al doctor que la observe. Vayamos al comedor a buscarla.
La encontraron sentada en la butaca donde la habían dejado. Tenía la cabeza vuelta hacia la
puerta y no vieron nada anormal sino que no se movía, como si no les hubiese visto entrar.
Después se fijaron en su cara… hinchada, sus labios azulados y los ojos como extraviados…
—¡Dios mío! ¡Está muerta! —exclamó Blove.
La voz fina y calmosa del juez Wargrave se oyó:
—¡Otro de nosotros que es inocente…! ¡Demasiado tarde!
Armstrong se inclinó sobre la muerta. Olió los labios, examinó los ojos y movió la cabeza.
—¿De qué ha muerto, doctor? —preguntó impaciente Lombard—. Estaba muy bien cuando la
dejamos.
La atención de Armstrong se fijó en el cuello por una señal que tenía a su lado derecho; tras una
ligera pausa, dijo:
—Es la señal de una jeringuilla hipodérmica.
Se oyó un zumbido en la ventana y Vera gritó:
—¡Miren! ¡Una abeja! Acuérdense de lo que les decía esta mañana.
—No ha sido ese animalejo el que le ha picado. Una mano humana tenía la jeringuilla.
—¿Qué clase de veneno le han inyectado? —preguntó el juez.
—A primera vista —respondió Armstrong—, probablemente cianuro de potasio… lo mismo que
a Marston. Ha debido morir instantáneamente por asfixia.
—Sin embargo esta abeja… —observó Vera—, ¿no es una coincidencia?
—¡Oh, no! —respondió Lombard—. ¡No es una coincidencia! El asesino persiste en dar un
poco de color local a sus crímenes. ¡Es un alegre viejo libertino! Sigue al pie de la letra las estrofas
de esa satánica canción de cuna.
Por primera vez el capitán Lombard se expresaba con voz temblorosa.
Se adivinaba que su valor, probado por una carrera llena de vicisitudes y peligros, empezaba a
decaer progresivamente.
Estalló lleno de cólera:
—Es insensato… insensato. ¡Estamos todos locos!
El juez intervino y dijo con voz monótona:
—Todavía conservamos, así lo espero, todas nuestras facultades mentales. ¿Alguien ha traído a
esta casa una jeringuilla hipodérmica?
—¡Yo! —contestó el doctor, con poca firmeza.
Cuatro pares de ojos se clavaron sobre él. Enfadándose contra esas miradas hostiles, el doctor
añadió:
—No me desplazo jamás sin este instrumento. Todos los médicos hacen otro tanto.
—Es exacto —contestó Wargrave—. ¿Quiere decirnos en dónde tiene la jeringuilla en este
momento?
—Arriba, en mi maleta.
—¿Podríamos confirmar rápidamente su afirmación?
Con el viejo magistrado a la cabeza del grupo, subieron la escalera, en procesión silenciosa, los
cinco invitados. El contenido de la maleta fue volcado en el suelo. Pero la jeringuilla no apareció por
ninguna parte.