Di un grito de entusiasmo.
—Sí, a todos les gusta el oro, excepto a mi marido.
—¿Y por qué no le gusta el oro al doctor Leidner?
—Más que nada, porque resulta caro. El obrero que encuentra uno de esos objetos, cobra su peso en oro.
—il)ios mío! —exclamé—. ¿Por qué?
—Es una costumbre. En primer lugar, evitar que roben. Si los peones roban no es por el valor arqueológico de la pieza, sino por su valor intrínseco. La pueden fundir. Puede decirse, por lo tanto, que les damos facilidades para que sean honrados.
Cogió otra caja de la estantería y me enseñó una hermosísima copa de oro, sobre la que se veían varias cabezas de ciervo esculpidas.
Volví a lanzar otra exclamación.
—Sí, es hermosa, ¿verdad? La encontramos en la tumba de un príncipe. Hemos descubierto otras sepulturas rea les, pero muchas de ellas habían sido saqueadas. Esta copa es nuestro más preciado hallazgo. Es una de las mejores que se han encontrado hasta ahora. Acadio primitivo. Una pieza única.
De pronto, la señora Leidner frunció el ceño y examinó la copa más de cerca. Con una uña rascó un punto de ella.
—iQué extraño! Es una gota de cera. Alguien ha entrado aquí con una vela.
Desprendió la cera y colocó la copa en su sitio.
Después mostró unas raras figuritas de barro cocido; algunas de ellas eran bastante groseras. Aquellos pueblos antiguos tenían una mentalidad muy vulgar.
Al volver al porche, encontramos a la señora Mercado que se estaba pintando las uñas. Para ver mejor el efecto alargaba ante ella la mano con los dedos abiertos. Pensé que no podía haberse imaginado nada más horroroso que aquel color rojo anaranjado.
—iQué ocupados están todos! —comentó la señora Mercado—. Van a decir que soy una holgazana. Y desde luego, lo soy.
—¿Y por qué no tenía que serlo, si le gusta? —preguntó la señora Leidner.
Su voz no demostraba interés alguno.
Almorzamos a las doce. Después de comer, el doctor Leidner y el señor Mercado limpiaron varias piezas de cerámica, vertiendo sobre ellas una solución de ácido clorhídrico. Uno de los pucheros resultó ser de un hermoso color ciruela y en otro se descubrió un dibujo formado por cuernos de toro entrelazados. Era como cosa de magia. Todo el barro seco, que ningún lavado podía quitar, parecía hervir y evaporarse.
EL señor Carey y el señor Coleman volvieron a las excavaciones y el señor Reiter se dirigió al estudio fotográfico.
La señora Leidner había cogido del almacén un platillo roto en varios pedazos y se dispuso entonces a pegarlos. La observé durante unos momentos y luego le pregunté si podía ayudarla.
—Desde luego, hay muchos.
Fue a por más material y nos pusimos a trabajar.
Pronto di con el quid de la cuestión y la señora Leidner alabó mi destreza. Supongo que la mayoría de las enfermeras tienen cierta habilidad manual.
—¿Qué vas a hacer, Louise? —preguntó el doctor Leidner a su mujer — Supongo que descansar s un rato.
Colegí por ello que la señora Leidner dormía la siesta todas las tardes.
—Me acostaré una hora. Después, tal vez salga a dar un pequeño paseo.
—Bien. La enfermera te acompañará, ¿verdad?
—Desde luego —contesté.
—No, no —replicó ella—. Me gustaría Ir sola. La enfermera no debe tomarse tan en serio su deber, como para no permitir que me aleje de su vista.
—Pero a mí me gustaría acompañarla —insistí.
—No, de veras. Prefiero que no venga —su tono era firme, casi perentorio—. Debo valerme por mí misma de vez en cuando. Es conveniente.
No repliqué, desde luego. Pero al dirigirme a mi cuarto para descansar un rato, me pregunté cómo la señora Leidner, tan atemorizada y nerviosa, podía estar dispuesta a dar un paseo solitario, sin alguna clase de protección.
Cuando salí de mi habitación, a las tres y media de la tarde, no había nadie en el patio, salvo un chico que lavaba trozos de cerámica y el señor Emmott que se ocupaba en clasificarlos y arreglarlos. Al dirigirme hacia ellos vi que la señora Leidner entraba por el portalón. Tenía un aspecto mucho más vivaz que de costumbre. Le brillaban los ojos y parecía estar sobreexcitada, casi alegre.