Capítulo IX
La historia de la señora Leidner
Habíamos acabado de almorzar y la señora Leidner se fue a su habitación para descansar como de costumbre. La acomodé en su cama, proveyéndola de almohadas y de un libro. Salía ya del dormitorio cuando me llamó.
—No se vaya, enfermera. Tengo algo que decirle.
Volví a entrar en el cuarto.
—Cierre la puerta.
Obedecí.
Saltó de la cama y empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación. Me di cuenta de que trataba de prepararse para decirme algo, y no quise interrumpirla. Se veía que la embargaba una gran indecisión. Por fin pareció determinarse. Se volvió hacia mí y me dijo de pronto:
—Siéntese.
Tomé asiento sosegadamente al lado de la mesa. Ella empezó a hablar muy nerviosa.
—Se habrá usted preguntado qué ocurre aquí.
Asentí con la cabeza.
—He decidido contárselo a usted... todo. Debo confiárselo a alguien, o me volveré loca.
—Bueno —dije—. Creo que será preferible. No es fácil saber qué es lo mejor que se puede hacer cuando se está a oscuras sobre un asunto.
—¿Sabe usted de qué estoy asustada?
—¿De algún hombre? —opiné.
—Sí. Pero no le pregunto de quién... sino de qué.
Esperé.
—Temo que me maten.
Bien, ya había salido a relucir. Estaba dispuesta a no demostrar ansiedad. Ella era ya bastante propensa a tener un ataque de nervios, para que yo la preocupara aún más.
i Vaya, por Dios! —exclamé—. ¿Entonces, era eso?
La señora Leidner empezó a reír. Fue una risa continuada y nerviosa. Las lágrimas corrían mientras por sus mejillas.
—il)e qué forma lo ha dicho! —pudo exclamar por fin—. il)e qué forma lo ha dicho!
—Vamos, vamos —traté de calmarla—. Esto no le sienta bien.
Hablé bruscamente. Le hice sentar en una silla, fui hacia el lavabo y cogí una esponja mojada para humedecerle las sienes y las muñecas.
—Basta de tonterías —añadí—: Cuéntemelo todo con calma y sea razonable.
Aquello pareció contenerla. Se irguió y habló con su voz normal
—Es usted un tesoro, enfermera —dijo—. Me hace sentir como si fuera una niña de seis años. Voy a contárselo.
—Eso está mejor —comenté—. Tómese todo el tiempo que necesite y no se apresure.
Empezó a hablar despacio y con sosiego.
—Me casé cuando tenía veinte años, con un joven que trabajaba en un departamento ministerial de mi país. Fue en el año mil novecientos dieciocho.
—Ya lo sé —interrumpí—. Me lo contó la señora Mercado. Murió en la guerra.
—Eso es lo que cree ella. Eso es lo que creen todos. Pero la verdad es completamente diferente. Yo era una muchacha llena de ardor patriótico y de idealismo. Al cabo de unos meses de casada descubrí, a causa de un accidente fortuito, que mi marido era un espía alemán. Me enteré de que la información facilitada por él había sido el motivo del hundimiento de un transporte de tropas americanas y de la pérdida de centenares de vidas. No sé qué es lo que hubieran hecho otros en mi caso, pero le diré qué fue lo que hice yo. Fui a ver a mi padre, que estaba en el Ministerio de la Guerra, y le conté lo que pasaba. Frederick murió en la guerra, pero en realidad murió en América, fusilado como espía.
—iDios mío! —exclamé—. iQué horrible!
—Sí —continuó ella— Fue algo terrible. Era tan amable, tan... afectuoso... Y pensar que... Pero no dudé ni un momento. Tal vez me equivoqué.
—No se puede asegurar una cosa así —observé—. Estoy segura de que en su caso yo no hubiera sabido qué hacer.