El arqueólogo contestó simplemente:
—Sí.
Poirot asintió.
—Por lo tanto —dijo—, podemos continuar.
—Vamos, vamos. Ocupémonos del caso —opinó el doctor Reilly con cierta impaciencia en la voz.
Poirot le dirigió una mirada de desaprobación.
—No pierda la paciencia, amigo mío. En un caso como éste, hay que abordar cada cosa con método y orden. Ésa es, realmente, la regla que sigo en todos los asuntos de que me encargo. Como hemos desechado varias posibilidades, que, como dicen ustedes, se pongan todas las cartas sobre la mesa. No debe reservarse nada.
—De acuerdo —dijo el doctor Reilly.
—Por eso solicito que me digan toda la verdad —prosiguió Poirot.
El doctor Leidner lo miró sorprendido.
—Le aseguro, monsieur Poirot, que no me he callado nada. Le he dicho todo lo que sé. Sin reservas.
—Tout de même no me lo ha dicho usted todo. —Sí, se lo dije. No creo que falte ningún detalle.
Parecía estar angustiado.
Poirot sacudió lentamente la cabeza.
—No —replicó—. No me ha dicho usted, por ejemplo, por qué hizo que la enfermera Leatheran se instalara en esta casa.
El doctor Leidner pareció aturdirse aún más.
—Ya expliqué eso. Está claro. El desasosiego de mi mujer... sus temores.
—No, no, no. Hay algo en ello que no está claro. Sí; su esposa corre peligro... Ha sido amenazada de muerte; perfectamente. Y busca usted... no a la policía... ni siquiera a un detective privado... sino a una enfermera. iEsto no tiene sentido alguno!
—Yo... yo... —el doctor Leidner se detuvo. El rubor subió a sus mejillas—. Pensé que... — calló definitivamente.
—Parece que llegamos a ello —animó Poirot—. ¿Qué fue lo que pensó?
El arqueólogo quedó silencioso. Parecía cansado de aquello y nada dispuesto a proseguir.
—Ya ve usted —el tono de Poirot se volvió persuasivo y suplicante—. Todo lo que me ha dicho tiene aspecto de ser verdadero, excepto esto. ¿Por qué una enfermera? Sí; hay una respuesta para ello. De hecho, sólo puede haber una contestación. Usted mismo no creía que su esposa corriera peligro alguno.
Y entonces, dando un grito, el doctor Leidner se derrumbó.
—i Válgame Dios! —gimió—. No lo creí... no lo creí...
Poirot lo contempló con la misma atención con que un gato mira el agujero por donde se metió un ratón; listo para saltar sobre él en el momento en que asome de nuevo.
—¿Qué creía usted, entonces? —preguntó.
—No lo sé. No lo sé...
—Sí, lo sabe. Lo sabe usted perfectamente. Tal vez le pueda ayudar. con una suposición. ¿Sospechaba usted, doctor Leidner, que esas cartas las escribía su mujer?