Capítulo XXI
El señor Mercado y Richard Carey
—Ya veo que trabajaban en dos sitios diferentes —observó Poirot deteniéndose.
El señor Reiter había estado fotografiando una de las partes exteriores de las excavaciones. A poca distancia de nosotros un grupo de hombres acarreaba cestos de tierra de un lado a otro.
—Eso es lo que llaman el "corte vertical ' —expliqué—. No encuentran ahí muchas cosas. Nada más que cerámica rota. Pero el doctor Leidner dice que es muy interesante, y supongo que así será.
—Vamos allá.
Caminamos juntos lentamente, pues el sol calentaba.
El señor Mercado estaba al frente de los trabajadores. Lo vimos a nuestros pies, hablando con el capataz, un viejo con aspecto de tortuga, que usaba una chaqueta sobre su túnica de algodón rayada.
Era dificil bajar hasta ellos, pues sólo había una pequeña senda, a manera de escalera, y los hombres que acarreaban tierra bajaban y subían por ella constantemente. Parecían ser ciegos como murciélagos, y no se les ocurrió apartarse para dejarnos pasar.
Seguí a Poirot en nuestro camino de descenso. De pronto me habló por encima del hombro.
—¿El señor Mercado es zurdo o diestro?
i Vaya una pregunta disparatada!
Reflexioné un momento.
—Diestro —dije con decisión.
Poirot no se dignó explicar el motivo de su pregunta.
Continuó el descenso y le seguí.
El señor Mercado pareció alegrarse al vernos. Su cara larga y melancólica se iluminó.
Monsieur Poirot demostró un Interés por la arqueología que estoy segura no tenía nada de verdadero; pero el señor Mercado se apresuró a satisfacer plenamente su curiosidad.
Nos explicó que habían cortado ya doce niveles, ocupados todos ellos por edificaciones.
—Ahora estamos definitivamente en el cuarto milenio —dijo con entusiasmo.
Siempre creí que un milenio era cosa del futuro... cuando todo iría bien.
El señor Mercado nos enseñó unas capas de cenizas que se veían en el corte de la excavación. iCómo le temblaba la mano! Me pregunté si tendría la malaria. Luego nos explicó los cambios que se notaban en la clase de cerámica que encontraban. Y nos contó cosas acerca de los enterramientos. Uno de los niveles estaba compuesto, casi en su totalidad, por tumbas de niños. Nos relató después algunas cosas sobre la posición encorvada y la orientación, lo cual, según me pareció, debía referirse a la forma en que estaban dispuestos los huesos. Y de pronto, cuando nos inclinábamos para coger una especie de cuchillo de sílice que estaba al lado de varios cacharros, en un rincón, el señor Mercado dio un salto y lanzó un grito.
Dio la vuelta y se encontró con que Poirot y yo le contemplábamos asombrados. Se cogió el brazo izquierdo con la mano.
—Algo me ha picado... como si fuera un alfiler al rojo vivo. Poirot pareció animado inmediatamente por una súbita energía:
—Pronto, mon cher, vamos. iEnfermera Leatheran!
Me adelanté.
Cogió el brazo del señor Mercado y diestramente le arremangó hasta el hombro la manga de la camisa caqui que llevaba.
—Aquí —dijo el señor Mercado, señalando.
Unas tres pulgadas bajo el hombro se veía una pequeña punzada de la que empezaba a manar sangre.
—Es curioso —dijo Poirot.
Registró la manga subida.
—No veo nada. Tal vez fue una hormiga.
—Será mejor que le ponga un poco de yodo —dije.
—Siempre llevo conmigo una barrita de yodo.
La saqué y apliqué un poco a la herida. Pero mi imaginación, al frotar, volaba muy lejos de allí, pues otra cosa diferente por completo me había llamado la atención. El brazo del señor Mercado, desde la muñeca al codo, estaba cubierto de picaduras. Yo sabía demasiado bien de qué se trataba.
Eran las señales de una aguja hipodérmica.
El señor Mercado se bajó la manga y reanudó sus explicaciones. Poirot escuchaba, pero no trató de llevar la conversación hacia el tema de los Leidner. No hizo ni una pregunta sobre el tema.