Quiero decir, en resumen, que de haberse tratado de una conversación confidencial, no hubiera hecho lo que hice.
Según mi propio parecer, yo ocupaba una posición privilegiada en el asunto. Al fin y al cabo, cuando un paciente se está recobrando de la anestesia, una tiene que oír muchas cosas. El paciente no quisiera que lo oyeran, mas subsiste el hecho de que una tiene que escuchar por fuerza. Me hice la idea de que el señor Carey era el paciente. No se sentiría peor por una cosa de la que no se enteraría. Y si creen que yo sentía curiosidad.. bueno, pues sí... la sentía. Si podía, no quería perderme nada. Todo esto viene a significar que di la vuelta y, tomando un camino extraviado, me dirigí por detrás del vertedero de tierras, hasta que estuve a pocos pasos de los dos hombres.
Ellos, sin embargo, no podían verme, pues quedaba resguardada por la esquina que formaba el citado vertedero. Si alguien dice que aquello no estaba bien, le ruego que me permita discrepar de su opinión. No hay que ocultar nada a la enfermera encargada de un caso. Aunque, como es lógico, el médico es el único que debe decir lo que hay que hacer.
No sabía, naturalmente, cuál había sido el método seguido por monsieur Poirot para abordar al señor Carey; pero cuando llegué a mi escondrijo parecía que había cogido al toro por los cuernos, como se suele decir.
—Nadie comprende mejor que yo la devoción que sentía el doctor Leidner por su esposa —estaba diciendo entonces—. Pero se da el caso de que, en muchas ocasiones, se entera uno mejor de ciertas cosas relativas a una persona si habla con sus enemigos, en lugar de hacerlo con sus amigos.
—¿Quiere usted sugerir que sus defectos eran superiores a sus virtudes? —preguntó el señor Carey con tono seco e irónico.
—No hay duda... ya que el asesinato fue el final del asunto. Parecer extraño, pero no sé de nadie que haya sido asesinado por tener un carácter demasiado perfecto. Aunque la perfección es, sin duda, una cosa muy irritante.
—Creo que soy la persona menos Indicada para ayudarle —dijo el señor Carey—. Si he de serle sincero, le confieso que la señora Leidner y yo nunca llegamos a entendernos muy bien. No quiero decir con ello que fuéramos enemigos; pero tampoco éramos amigos. Ella tal vez estaba un poco celosa de mi antigua amistad con su marido. Y por mi parte, aunque la miraba mucho y opinaba que era una mujer atractiva en extremo, estaba un poco resentido por la influencia que ejercía sobre Leidner. Como consecuencia de ello, éramos muy corteses el uno con el otro, pero no llegamos a intimar.
—Admirablemente explicado —dijo Poirot.
Sólo podía verles la cabeza. Observé cómo la del señor Carey se volvía bruscamente, como si algo en el tono de monsieur Poirot le hubiera afectado desagradablemente. El detective prosiguió:
—¿No estaba disgustado el señor Leidner al ver que usted y su esposa no se llevaban bien?
Carey titubeó un momento antes de contestar.
—En realidad... no estoy seguro. Nunca dijo nada sobre ello. Siempre confié en que no lo notara. Estaba muy absorto en su trabajo.
—La verdad, por lo tanto, y de acuerdo con lo que ha dicho, es que a usted no le gustaba la señora Leidner.
Carey se encogió de hombros.
—Tal vez me hubiera gustado mucho más si no hubiera estado casada con Leidner.
Rió, como divertido por su propia declaración.
Poirot estaba arreglando un montoncito de trozos de cerámica. Con voz distraída dijo:
—Hablé esta mañana con la señorita Johnson. Admitió que sentía prejuicios contra la señora Leidner y que no le gustaba mucho; pero se apresuró a declarar que había sido siempre muy amable con ella.
—Yo diría que eso es completamente cierto —observó Carey.
—Así lo creo yo también. Luego hablé con la señora Mercado. Me contó, a grandes rasgos, de qué modo quería a la señora Leidner y cuánto la admiraba.
El arquitecto no contestó y, después de aguardar unos instantes, Poirot prosiguió:
—Pero eso... ino lo creo! Luego he hablado con usted y lo que me ha contado... bien, bien... tampoco lo creo...
Carey se irguió. Pude oír su tono colérico al hablar.
—No me importa lo que crea... o lo que deje de creer, monsieur Poirot. Ya ha oído usted la verdad.
Poirot no se enfadó. Al contrario, pareció particularmente humilde y deprimido.
—¿Es culpa mía que usted crea o no crea las cosas?
—Tengo un oído muy sensible. Y luego... circulan muchas historias por ahí... los rumores flotan en el aire. Uno escucha... y llega a saber algo. Sí, hay algunas historias...
Carey se levantó de un salto. Podía ver claramente cómo le latía una vena en la sien. i Tenía un aspecto magnífico! Delgado y bronceado; con aquella mandíbula maravillosa, sólida y cuadrada. No me extrañó que las mujeres se prendaran de aquel hombre.
—¿Qué historias? —preguntó con fiereza.
Poirot le miró de reojo.
—Tal vez se las supondrá. La historia de costumbre... acerca de usted y la señora Leidner. iQué mente tan vil tiene cierta gente! ¿N'est ce pas? Son como los perros. Un perro consigue desenterrar cualquier cosa desagradable, por hondo que se la haya enterrado.
—¿Y cree usted esas historias?
—Deseo saber... la verdad —dijo Hércules Poirot gravemente. —Dudo que la crea cuando la oiga. —Carey rió con brusquedad.
—Veámoslo —replicó Poirot, mirándole a los ojos.
—iSe la diré entonces! iSabrá usted la verdad! Odiaba a Louise Leidner... ésa es la verdad. iLa odiaba con toda mi alma!