—¡Es un condenado patán! —tronó furioso—. Te aseguro, Hastings, que está haciéndonos la
vida imposible. En cuanto a Evie, ¿te acuerdas de Evie? —No.
— No habría venido todavía en los tiempos en que tú frecuentabas nuestra casa. Es la
compañera de mi madre, su factótum, su correveidile. Buena persona, aunque no precisamente
joven y guapa. —¿Qué ibas a decir?
—¡Ah, sí! el individuo ese. Se presentó en casa por las buenas, con el pretexto de ser primo
segundo o algo por el estilo de Evie, aunque ella no parece muy dispuesta a reconocer su
parentesco. Salta a la vista que el tipo es extrajere. Lleva una gran barba negra y unas botas de
cuero, haga el tiempo que haga. Pero mamá se aficionó a él enseguida y le tomó como secretario.
Ya sabes que siempre ha dirigido un ciento de sociedades. Yo asentí.
— Naturalmente, con la guerra, esas cien sociedades se han convertido en mil. Hay que
reconocer que el tal sujeto le ha resultado muy útil. Pero excuso decirte cómo nos quedamos
cuando, hace tres meses, nos anunció mamá de pronto que ella y Alfred se habían comprometido.
Si nos pinchan no sangramos. Él es lo menos veinte años más joven que ella. Un cazadotes
descarado, claro; pero ella es dueña de sus actos y se casó con él.
—Debe de ser una situación muy difícil para vosotros.
—¿Difícil? es endemoniada. De modo que tres días más tarde descendía yo del tren en Styles
Saint Mary, una diminuta estación cuya existencia no parecía muy justificada, colocada en medio
de los verdes campos. Cavendish me esperaba en el andén y me condujo en coche.
—Como ves, tenemos un poco de gasolina —indicó—. Gracias a las actividades de mi madre.
El pueblo de Styles Saint Mary estaba situado a unas dos millas de la pequeña estación y
Styles Court se asentaba una milla más allá. Era un día tranquilo y cálido de principios de julio.
Contemplando la llanura de Essex, tan verde y quieta bajo el sol de la tarde, parecía casi imposible
que una gran guerra siguiera su curso no lejos de allí. Sentí como si me hubiera perdido en otro
mundo. Al cruzar la verja de entrada dijo John:
—No sé si te parecerá esto demasiado tranquilo, Hastings.
—Amigo mío, eso es precisamente lo que deseo.
—Es bastante agradable, si te gusta la vida reposada. Yo hago instrucción con los voluntarios
dos veces por semana y echo una mano a las fincas. Mi mujer trabaja regularmente la tierra. Se
levanta todos los días a las cinco para ordeñar las vacas y sigue las faenas hasta la hora del
almuerzo. En conjunto es una buena vida. Si no fuera por ese Alfred Inglethorp. De pronto detuvo
el coche y miró su reloj.
—No sé si tendremos tiempo de recoger a Cynthia. No, ya habrá salido del hospital. "¿Tu
mujer?
—No, es una protegida de mi madre, hija de una compañera de colegio que se casó con un
bribón. Fracasó rotundamente y la niña quedó huérfana y sin un céntimo. Mi madre la recogió y
lleva casi dos años con nosotros.
Trabaja en el hospital de la Cruz Roja de Tadminster, a siete millas de aquí.
Mientras pronunciaba las últimas palabras, nos deteníamos frente a la casa, antigua y hermosa.
Una señora vestida con gruesa falda de tweed y que se inclinaba sobre un macizo de flores, se
levantó al vernos.
—¿Qué hay, Evie? Éste es nuestro heroico herido. El señor Hastings, la señorita Howard. — Y
así hizo las presentaciones mi amigo John.
La señorita Howard me estrechó la mano calurosamente, casi me hizo daño. En su cara,
quemada por el sol, resaltaban los ojos, profundamente azules. Era una mujer de unos cuarenta
años y de agradable aspecto, con voz profunda, algo masculina, y cuerpo fuerte y anguloso. En
seguida noté que su conversación era cortada, al estilo telegráfico.