—Muy ingenioso —no pude menos de admitir—. Debo confesar que las conclusiones que yo
saqué de las palabras del sobre eran completamente equivocadas. Poirot sonrió.
—Dio demasiada rienda a su imaginación. La imaginación es un buen servidor, pero un mal
amo. La explicación más sencilla es siempre la más probable.
—Otra cosa. ¿Cómo supo usted que la llave del estuche de documentos se había perdido?
—No lo sabía. Fue una suposición que resultó acertada. Ya vio usted que tenía un trozo de
alambre retorcido. Eso me sugirió que posiblemente había sido arrancada de uno de los llaveros
sencillos. Ahora bien, si la llave se hubiera perdido y la hubieran vuelto a encontrar, la señora
Inglethorp la hubiera puesto inmediatamente en el manojo, con las demás; pero con las demás lo
que había era un duplicado de la llave, muy nueva y brillante. Por eso supuse que alguien había
puesto la llave original en la cerradura de la caja.
—Si —dije—. Alfred Inglethorp, sin duda alguna. Poirot me miró con curiosidad.
—¿Está usted completamente seguro de su culpabilidad?
—¡Naturalmente! Cada nuevo descubrimiento lo establece con mayor claridad.
—Al contrario —dijo Poirot suavemente—, hay varios puntos en su favor.
—¡Vamos, Poirot!
—Sí.
—Yo sólo veo uno.
—¿Cuál?
—Que no estaba en casa anoche.
—¡«Mal tiro!», como dicen ustedes los ingleses. Ha ido usted a escoger el único punto que yo
veo le perjudica.
—¿Cómo?
—Porque si el señor Inglethorp hubiera supuesto que su mujer iba a ser envenenada anoche, se
las hubiera arreglado él para estar fuera de casa. Está claro que su disculpa es amañada. Esto nos
deja dos posibilidades: o bien sabía lo que iba a ocurrir o tenía una razón personal para ausentarse.
—¿Y qué razón? — pregunté, escéptico. Poirot se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo yo? Sin duda, algo vergonzoso. Ese señor Inglethorp me parece un
canalla, pero eso no quiere decir que sea necesariamente un asesino. Moví la cabeza sin dejarme
convencer. —No está usted de acuerdo conmigo, ¿verdad? —dijo Poirot—. Bueno, dejemos esto.
El tiempo dirá quién tiene razón. Vamos a examinar otros aspectos del caso. ¿Cómo interpreta
usted el hecho de que todas las puertas del dormitorio estaban cerradas por dentro?
—Bueno —medité— eso hay que considerarlo, ante todo, con lógica.
—Eso es.
—Yo lo explicaría así. Las puertas estaban cerradas, lo vimos con nuestros propios ojos. Sin
embargo, la presencia de la mancha de cera en el suelo y la destrucción del testamento demuestran
que alguien entró en el cuarto durante la noche. ¿Está usted de acuerdo conmigo ahora?
—Por completo. Lo explica con admirable claridad. Continúe.
—Bien —dije, animado—. Como la persona no entró en el cuarto por la ventana ni por medios
sobrenaturales, está claro que la puerta la abrió la misma señora Inglethorp desde dentro. Otra
prueba de que la persona en cuestión era su marido. Naturalmente, ella no hubiera dejado de abrir
la puerta a su propio marido. Poirot movió la cabeza.
—¿Por qué iba a hacerlo? La señora Inglethorp había cerrado la puerta de comunicación con el
cuarto de él contra su costumbre, y había tenido con él aquella misma tarde una disputa violenta.
No, a cualquier persona le hubiera abierto antes que a él.
— ¿Pero está usted de acuerdo conmigo en que la puerta la debió abrir la propia señora
Inglethorp?
—Hay otra posibilidad. Pudo haber olvidado cerrar la puerta del pasillo cuando se fue a la
cama y levantarse más tarde, de madrugada, para cerrarla.
—Poirot, ¿piensa en serio lo que dice?