Ya cerca de la casa, John salió a nuestro encuentro. Parecía cansado y sombrío.
—Todo esto es espantoso, monsieur Poirot —dijo—. Supongo que Hastings le habrá explicado
que a toda costa queremos evitar la publicidad.
—Comprendo perfectamente.
—Sólo se trata de una sospecha, por el momento. No tenemos en qué apoyarnos.
—Exactamente. Se trata sólo de una precaución. John se volvió hacia mí, sacando su pitillera y
encendiendo un cigarrillo.
—¿Sabes que Inglethorp ha vuelto?
—Sí. Me lo encontré.
John tiró la colilla a un macizo de flores próximo, lo que resultó excesivo para la sensibilidad
de Poirot. Recuperó la colilla y la enterró pulcramente.
—No sabe uno cómo tratarle. Es una situación difícil.
—Esa dificultad durará mucho — declaró Poirot suavemente.
John se quedó perplejo, sin comprender el significado de la misteriosa frase. Me entregó las
dos llaves que el doctor Bauerstein le había dado a él.
—Enséñale a monsieur Poirot todo lo que quiera examinar.
—¿Están cerrados los cuartos? — preguntó Hércules Poirot.
—El doctor Bauerstein lo consideró conveniente. Poirot asintió pensativamente.
—Entonces es que está seguro. Bueno, eso simplifica las cosas.
Subimos juntos al cuarto de la tragedia. Por considerarlo de utilidad, incluyo un plano del
cuarto y los principales muebles.
Poirot cerró la puerta por dentro y procedió a una minuciosa inspección. Saltaba de un objeto a
otro con la agilidad de un saltamontes. Yo permanecí en la puerta, temiendo destruir alguna pista.
Sin embargo, Poirot no pareció agradecerme mi precaución.
— ¿Qué le ocurre, amigo mío? — exclamó —. Se queda usted ahí como... ¿Cómo dicen
ustedes? ¡Ah, sí!, como un cerdo degollado.
Le explique que tenía miedo de destruir posibles pisadas.
—¿Pisadas? ¡Pero, qué idea! ¡Si se puede decir que ha entrado en el cuarto un verdadero
ejército! ¿Qué pisadas vamos a encontrar? No, venga Ud aquí y ayúdeme en mi registro. Dejaré
aquí mi carpeta hasta que la necesite.
Colocó la carpeta en la mesa redonda próxima a la ventana, pero más le valiera no haberle
hecho, porque el tablero estaba flojo, se ladeó y la carpeta cayó al suelo.
—En voilá une table —gritó Poirot—.¡Ay, amigo mío, puede uno vivir en una gran casa y no
tener comodidad!
Después de su filosófico comentario, reanudó la búsqueda.
Un pequeño estuche de documentos, color violeta, que descansaba en el escritorio con la llave
en«la cerradura, llamó la atención durante algún tiempo. Sacó la llave y me la entregó a mí para
que la examinara. Pero no vi en ella nada de particular. Era una llave corriente, de tipo «Yale»,
atada con un trocito de alambre retorcido.
A continuación examinó el armazón de la puerta forzada, asegurándose de que el cerrojo había
sido corrido. Después se dirigió a la puerta del lado opuesto, que comunicaba con el cuarto de
Cynthia. También esta puerta tenía echado el cerrojo, como yo había hecho constar. Sin embargo,
Poirot llegó al extremo de descorrer el cerrojo y abrir y cerrar la puerta varias veces lo hizo
teniendo mucho cuidado de no hacer ruido. De pronto, algo en el cerrojo mismo pareció llamar su
atención. Lo examinó con sumo cuidado y con unas pinzas que sacó vivamente de su carpeta
extrajo de él algo muy pequeño que encerró en un sobrecito.