—Los hierbajos se propagan como el fuego. Imposible librarse de ellos. Tendré que reclutarle
a usted. Tenga cuidado.
—Le aseguro que me encantará ser útil en algo — respondí.
—No diga eso. Se arrepentiría.
—No seas cínica, Evie —dijo John riendo—. ¿Dónde tomamos el té, dentro o fuera?
—Fuera. Demasiado buen tiempo para encerrarse en casa
—Pues ven, ya has trabajado bastante en el jardín. El labrador se ha ganado su jornal. Anda,
ven a refrescarte.
— Bueno — dijo la señorita Howard, quitándose los guantes de jardinero —. De acuerdo
contigo.
Nos condujo al lugar donde estaba dispuesto el té bajo la sombra de un gran sicómoro.
Una figura femenina se levantó de una de las sillas de mimbre y avanzó unos pasos para
recibirnos. —Mi mujer, Hastings — dijo John.
Nunca olvidaré el primer encuentro con Mary Cavendish. Se han grabado en mi memoria en
forma indeleble su alta y esbelta silueta recortándose contra la fuerte luz, el fuego dormido que se
adivinaba en ella, aunque sólo encontrase expresión en sus maravillosos ojos dorados, su quietud,
que insinuaba la existencia de un espíritu indomable dentro de un cuerpo exquisitamente
cultivado.
Me recibió con unas palabras de agradable bienvenida, pronunciadas con voz baja y clara, y
me dejé caer en una silla de mimbre, feliz por haber aceptado la invitación de John. La señora
Cavendish me sirvió el té y sus tranquilas observaciones fortalecieron mi primera impresión: era
una mujer extraordinariamente atractiva. Animado por la viva atención que me demostraba mi
anfitriona, descubrí con voz humorística ciertos incidentes de la casa de convalecencia, y puedo
ufanarme de haberla divertido grandemente. Desde luego, John es muy buen chico, pero su
conversación no tiene nada de brillante.
En aquel momento llegó a nosotros, a través de una ventana abierta, una voz que yo recordaba
muy bien:
—Quedamos, Alfredo, en que escribirás a la princesa después del té. Yo escribiré a lady
Tadminstcr para el segundo día. ¿O esperaremos a ver lo que dice la princesa? En caso de que
niegue, lady Tadminster podía presidir el primer día, y la señora Crosbie el segundo. Y la duquesa
la fiesta de la escuela.
Se oyó una voz masculina y contestar a la señora Inglethorp.
—Tienes razón. Después del té. Estás en todo. La puerta ventana se abrió un poco más y por
ella
salió al césped una hermosa señora de cabellos blancos, con facciones algo dominantes. La
seguía un hombre en actitud obsequiosa.
—Señor Hastings. ¡Qué alegría volverle a ver después de tantos años! Querido Alfred, el señor
Hastings; mi marido.
Mire con cierta curiosidad al «querido Alfred». Desde luego, parecía extranjero. No me
extrañó que a John le disgustara su barba: era una de las más largas y negras que había visto en mi
vida. Llevaba anteojos con montura de oro y su rostro tenía una impasibilidad extraña. Me pareció
que su puesto estaba en las tablas teatrales, pero en la vida real resultaba completamente fuera de
lugar. Su voz era profunda y untuosa. Me dio la mano rígidamente, diciendo:
—Encantado, señor Hastings. —Y volviéndose a su esposa—: Querida Emily, ese cojín está
un poco húmedo.
Ella sonrió cariñosamente a su marido, que le cambió el cojín con grandes demostraciones de
afecto. Extraño apasionamiento en una señora inteligente como ella.