—Señoras y caballeros —dijo Poirot, inclinándose como si fuera un personaje que se dispone
a dar una conferencia—. Les he hecho venir aquí a todos por cierto motivo. Este motivo se refiere
al señor Inglethorp.
Inglethorp estabasentado un poco apartado de los demás. Creo que inconscientemente todos
habían retirado algo su silla de ––la suya, y se sobresaltó ligeramente cuando Poirot anunció su
nombre. —Señor Inglethorp —dijo Poirot, dirigiéndose a él directamente—, una sombra negra se
ha cernido sobre esta casa, la sombra de un asesinato. Inglethorp movió la cabeza tristemente.
—¡Mí pobre esposa! —murmuró—. ¡Pobre Emily! Es horrible.
—Creo, señor —dijo Poirot categóricamente—, que no se da usted perfecta cuenta de lo
horrible que puede ser... para usted .
Y como el señor Inglethorp parecía no comprender, añadió Poirot:
—Señor Inglethorp, está usted en un peligro muy grande.
Los dos detectives se agitaron, inquietos. La advertencia oficial: «todo lo que usted diga será
utilizado como prueba contra usted», pugnaba por salir de los labios de Summerhaye. Poirot
continuó:
—¿Entiende usted ahora, señor?
—No. ¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir —dijo Poirot lentamente— que se sospecha de usted como asesino de su
esposa.
Todos nos quedamos sin aliento, en suspenso, ante este lenguaje tan claro.
—¡Cielo santo! —gritó Inglethorp, poniéndose en pie de un salto—. ¡Qué idea más espantosa!
¡Yo... envenenar a mi idolatrada Emily! Poirot observó atentamente.
— No creo — dijo — que se dé usted perfecta cuenta de lo desgraciada que ha sido su
declaración en la pesquisa. Señor Inglethorp, sabiendo lo que acabo de decirle, ¿insiste usted en
callar dónde estuvo a las seis de la tarde del pasado lunes?
Con un quejido, Alfred Inglethorp se derrumbó en su asiento y escondió la cara entre las
manos.
Poirot se acercó a él y permaneció a su lado. Haciendo un esfuerzo, Inglethorp levantó el
rostro y, lentamente, vacilando, negó con la cabeza.
—¿No quiere usted hablar?
—No. No creo que nadie sea tan monstruo como para acusarme de lo que usted dice. Poirot
hizo un gesto, como si hubiera decidido.
—Soit! —dijo—. Hablaré yo por usted. Alfred Inglethorp volvió a levantarse de un salto.
—¿Usted? ¿Cómo va usted a hablar? Usted no sabe... — se interrumpió bruscamente. Poirot se
volvió hacia nosotros.
—Señoras y caballeros. ¡Voy a hablar! ¡Escuchen! Yo, Hércules Poirot, afirmo que el hombre
que entró en la farmacia y compró estricnina a las seis de la tarde del lunes no era el señor
Inglethorp, porque a las seis de aquel día, el señor Inglethorp acompañaba a la señora Raikes a su
casa desde una granja vecina. Puedo presentar por lo menos cinco testigos que jurarán haberlos
visto juntos, a las seis o inmediatamente después, y, como ustedes saben, Abbey Farm, la casa de
la señora Raikes, está por lo menos a dos millas y medía del pueblo. La coartada no admite
objeción.