—Escucha, Mary; hay un jaleo horrible. Evie ha disputado con Alfred Inglethorp y se marcha.
—¿Que se marcha Evie?
John asintió sombrío.
—Sí, fue a ver a mamá y... ¡Aquí viene ella! La señorita Howard apretaba los labios con
obstinación y llevaba una pequeña maleta. Parecía excitada y decidida, ligeramente a la defensiva.
—¡Al menos —estalló— se las cantaré claras!
—Querida Evie —exclamó la señora Cavendish—, no puedo creer que te marches.
La señorita Howard asintió, ceñuda.
—Pues es la verdad. Siento haber dicho a Emily algunas cosas que no perdonará ni olvidará
fácilmente. No me importa si mis palabras no han hecho mucho efecto. Probablemente no
conseguiré nada. Le dije: «Eres vieja, Emily, y las tonterías de los viejos son las peores. Es veinte
años más joven que tú y tú te engañas respecto al motivo de su matrimonio: Dinero. No le des
demasiado. La mujer del granjero Raikes es joven y guapa. Pregunta a tu querido Alfred cuánto
tiempo pasa en su casa.» Emily se enfadó mucho. ¡Natural! Y yo continué: «Te lo advierto, si te
gusta como si no te gusta: ese hombre te matará mientras duermes, en un decir ¡Jesús! Es un mal
bicho. Puedes decirme lo que quieras, pero recuerda que te he avisado. ¡Es un mal bicho!»
—¿Y qué dijo ella?
La señorita Howard hizo una mueca muy expresiva.
—«Mi queridísimo Alfred, mi pobrecito Alfred, calumnias viles, mentiras ruines, horrible
mujer, acusar a su querido esposo.» Cuanto antes deje esta casa, mejor. De modo que me marcho.
—¿Pero ahora mismo?
—En este mismo momento.
Durante uno instantes nos quedamos contemplándola. Finalmente, John Cavendish, viendo que
sus argumentos no tenían éxito, fue a consultar el horario de trenes. Su mujer le siguió,
murmurando que sería mejor convencer a la señora Inglethorp de que recapacitara.
Al quedarnos solos, la expresión de la señorita Howard se transformó. Se inclinó hacia mí
ansiosamente.
––Señor Hastings, usted es una buena persona. ¿Puedo confiar en usted?
Me sobresalté ligeramente. Posó su mano en mi brazo y su voz se convirtió en un susurro.
—Cuide de ella, señor Hastings. ¡Mi pobre Emily! Son una manada de tiburones, todos ellos.
Bien sé lo que me digo. Todos están a la cuarta pregunta y la acosan con peticiones de dinero. La
he protegido todo lo que he podido. Ahora que les dejo el campo libre, se impondrán.
— Naturalmente, señorita Howard — dije —. Haré todo lo que esté en mi mano, pero
tranquilícese, está usted muy nerviosa.
Me interrumpió, amenazándome con el índice.
—Joven créame. He vivido más que usted. Sólo le pido que tenga los ojos bien abiertos. Verá
luego si tengo razón.
El ruido del motor del coche nos llegó a través de la ventana abierta y la señorita Howard se
levantó, encaminándose hacia la puerta. John llamó desde fuera Con la mano en la portezuela del
coche Evie me miró por encima del hombro y me hizo una seña
—Y sobre todo, señor Hastings, vigile a ese demonio al marido.
No hubo tiempo para hablar más. La señorita Howard desapareció entre un coro de protestas y
adioses. Los Inglethorp no se presentaron para lo despedida.
Mientras el coche desaparecía, la señora Cavendish se separó súbitamente del grupo y avanzó
hacia .el césped, saliendo al encuentro de un hombre alto, con barba, que evidentemente venía de
la casa. Sus mejillas se colorearon al darle la mano.
—¿Quién es ése? — pregunté con viveza, porque instintivamente me disgustó aquel hombre.
—Es el doctor Bauerstein —contestó John brevemente.
—Y quién es el doctor Bauerstein?
— Está en el pueblo haciendo una cura de reposo, después de haber sufrido un grave
desequilibrio nervioso. Es un especialista de Londres, hombre muy inteligente; uno de los mejores
especialistas toxicólogos, según creo.
—Y es muy amigo de Mary — apuntó Cynthia, incorregible.
John Cavendish frunció el ceño y cambió de tema. —Vamos a dar un paseo, Hastings. Todo
este asunto ha sido muy desagradable. Siempre ha tenido la lengua muy suelta, pero no hay en
toda Inglaterra amiga más fiel que Evelyn Howard.
Tomó el camino que cruzaba el bosque y nos dirigimos hacia el pueblo.
De regreso, al cruzar una de las verjas, una bonita joven de belleza gitana que venía en
dirección opuesta nos hizo una inclinación y sonrió afectuosamente. —Es guapa esa chica —
observé apreciativamente. La cara de John se endureció. —Es la señora Raikes.
—¿La que dijo la señorita Howard que...? —La misma — dijo John, con brusquedad, que
juzgué innecesaria.
Comparé mentalmente a la anciana señora de la casa con la vehemente y picaresca joven que
acababa de sonreímos y el presentimiento de que algo malo se avecinaba me estremeció. Sacudí
mis pensamientos y dije:
—¡Styles es maravilloso! John asintió, con voz sombría.
—Sí, es una hermosa propiedad. Algún día será mía. Ya lo sería en derecho si mi padre
hubiera hecho un testamento justo. Y yo no andaría tan endiabladamente mal de dinero como lo
estoy ahora. —¿Estás muy mal de dinero?
—Querido Hastings, no me importa decirte que no sé qué hacer para conseguirlo.
— ¿No puede ayudarte tu hermano? ¿Lawrence? Se ha gastado hasta su último penique
publicando versos malos con encuadernaciones de fantasía. No, somos una pandilla de pobretones.
Tengo que reconocer que mi madre ha sido muy buena con nosotros hasta ahora. Desde su
matrimonio, quiero decir...
Se interrumpió bruscamente, frunciendo el ceño malhumorado.
Sentí por primera vez que con la marcha de Evelyn Howard el ambiente había perdido algo
indefinible. Su presencia infundía seguridad. Ahora esta seguridad había desaparecido y el aire
parecía lleno de sospechas. Volví a ver con la imaginación el rostro siniestro del doctor
Bauerstein. Me sentí lleno de suspicacia, contra todo y contra todos. Por un instante barrunté la
proximidad del mal y me sentí hondamente preocupado.