Capítulo 5 - No fue con estricnina, ¿verdad?
—¿Dónde lo ha encontrado usted? — pregunté a Poirot con viva curiosidad.
—En el cesto de los papeles. ¿Reconoce usted la letra?
—Sí, es de la señora Inglethorp. Pero ¿qué significa? Poirot se encogió de hombros.
—No sé, pero sugiere muchas cosas. Una idea disparatada cruzó por mi mente como un
relámpago. ¿Sería posible que la señora Inglethorp tuviera perturbadas sus facultades mentales?
¿Tendría una absurda manía de posesión? Y siendo así, ¿no se habría suicidado?
Estaba a punto de expresar a Poirot estas teorías, pero sus palabras me distrajeron.
—Vamos a examinar las tazas de café — dijo.
—Pero, ¡querido Poirot! ¿Qué importancia tiene eso ahora que sabemos lo del chocolate?
-Oh, la, lá! El pobre chocolate — exclamó Poirot ligeramente.
Y se rió muy divertido, levantando los brazos al cielo, con cómica desesperación, actitud que
me pareció del peor gusto.
—De todos modos —dije acentuando mi frialdad—, desde el momento en que fue la propia
señora Inglethorp la que subió su café, no sé qué es lo que espera usted encontrar en él, como no
sea un paquete de estricnina en la bandeja.
Poirot se serenó inmediatamente.
— ¡Vamos, vamos, amigo mío! — dijo, cogiéndome del brazo —. Ne vous - fachez pas!
Permítame que me interese en mis tazas de café y yo respetaré su chocolate. ¿De acuerdo?
Parecía tan sumamente divertido, que no tuve más remedio que reírme y fuimos juntos al
salón, donde seguían las tazas de café y la bandeja, tal como antes las habíamos dejado.
Poirot me hizo reconstruir la escena de la noche anterior, escuchándome con mucha atención y
comprobando la posición de las diversas tazas.
— De modo que la señora Cavendish estaba junto a la bandeja y sirvió el café. Eso es.
Entonces se acercó a la ventana, donde estaban usted y mademoiselle Cynthia. Aquí están las tres
tazas. Y la taza de la repisa de la chimenea, a medio tomar, será la del señor Lawrence Cavendish.
¿Y la de la bandeja?
—Es la de John Cavendish. Le vi dejarla allí.
—Bien. Una, dos, tres, cuatro, cinco...; pero... ¿dónde está la del señor Inglethorp?
—Él no toma café.
—Entonces todo está en regla. Un momento, amigo mío. Con infinito cuidado tomó un granito
o dos de los posos de cada taza, sellándolos en tubos de ensayos separados, después de probar uno
tras otro. Su fisonomía sufrió una transformación extraña, adquiriendo una expresión mitad de
desconcierto, mitad de alivio.
—¡Bien! —dijo finalmente—. Es evidente. Tenía una idea, pero está claro que era equivocada.
Sí, completamente equivocada. Sin embargo, es extraño. Pero no importa.
Con un encogimiento de hombros característico desechó la idea que le importunaba,
cualquiera que fuera. Pude haberle dicho que aquella obsesión suya por el café estaba destinada
desde el principio a terminar en un callejón sin salida, pero me mordí la lengua. Aunque
envejecido, Poirot había sido un gran hombre en sus tiempos.
—El desayuno está listo —dijo John Cavendish, que venía del vestíbulo—. ¿Desayunará usted
con nosotros, monsieur Poirot?
Poirot asintió. Observé a John. Había recuperado casi por completo su ser habitual. La
impresión de los sucesos de la noche anterior le habían afectado temporalmente, pero su equilibrio
se había restablecido. Era un hombre de muy pobre imaginación, en vivo contraste con su
hermano, que quizá tenía demasiada.