—No, no digo que haya ocurrido así, pero pudo ocurrir. Y ahora volviendo a otro aspecto del
asunto, ¿qué cree usted de las palabras que oyó entre la señora Cavendish y su madre política?
—Lo había olvidado —dije pensativo—. Sigue siendo un enigma. Parece increíble que una
mujer como la señora Cavendish, tan orgullosa y reservada, haya tratado tan violentamente de
mezclarse en lo que no era de su incumbencia.
—Exactamente. Es sorprendente en una mujer de su educación.
—Muy extraño —concedí—. De todos modos, no tiene importancia y no debemos tomarlo en
consideración. Poirot lanzó un gruñido.
—¿Qué es lo que siempre le he dicho a usted? Todo debe ser tomado en consideración. Si un
hecho no encaja en la teoría, deje que la teoría siga adelante.
—Bueno, ya veremos — dije, picado.
—Eso es ya veremos.
Habíamos llegado a Leastways Cottage y Poirot me condujo escaleras arriba hasta su cuarto.
Me ofreció uno de los diminutos cigarrillos rusos que fumaba de vez en cuando. Me hizo gracia el
verle colocar con todo cuidado las cerillas en un pequeño cacharro de porcelana. Se me había
pasado mi pequeño enfado.
Poirot había colocado nuestras sillas frente a la ventana abierta, por la que se divisaba una
vista de la calle del pueblo. El aire que entraba era puro, tibio y agradable. Iba a ser un día de
calor.
De pronto llamó mi atención un joven de aspecto enfermizo que bajaba la calle a paso muy
rápido. Lo extraordinario en él era su expresión, en la que se mezclaban la agitación y terror.
—¡Mire, Poirot! — dije. Poirot se inclinó sobre la ventana.
—Tiens! —dijo—. Es el señor Mace, el de la farmacia. Viene hacia aquí.
El joven se detuvo delante de Leastway Cottage y, después de una corta vacilación, golpeó
vigorosamente la puerta.
—¡Un momentito! —gritó Poirot, asomándose—, ¡Ya voy!
Haciéndome señas de que le siguiera, se precipitó escaleras abajo y abrió la puerta. El doctor
Mace empezó a hablar en el acto.
—Señor Poirot, siento molestarle, pero he oído decir que acaban de llegar ustedes de la Casa.
—En efecto.
El joven se humedeció los labios resecos. Su rostro mostraba una extraña agitación.
—Todo el pueblo habla de la muerte tan repentina de la señora Inglethorp. Dice... —Bajó la
voz cautelosamente—. Dicen que fue vilmente envenenada. Poirot permaneció impasible.
—Sólo los médicos pueden decirlo, señor Mace.
—Sí, claro, naturalmente.
El joven titubeaba, pero su tensión nerviosa se hizo excesiva. Agarró a Poirot por un brazo y
su voz se convirtió en un susurro:
—Dígame sólo una cosa, señor Poirot, no fue... no fue con estricnina, ¿verdad?
No pude oír bien lo que Poirot respondió, pero creería que se reservó su opinión. El joven se
marchó y Poirot se quedó mirando, mientras cerraba la puerta.
—Sí —dijo en voz grave—. Tiene algo que declarar en la indagatoria.
Subimos de nuevo lentamente. Iba a empezar a hablar, pero Poirot me detuvo con un gesto de
la mano.
—Ahora no, ahora, no, amigo mío. Tengo que reflexionar. Tengo la mente en desorden. He de
concentrarme. Durante cosa de diez minutos permaneció en el más absoluto silencio,
completamente inmóvil, a no ser por ciertos movimientos expresivos de las cejas, y sus ojos iban
tornándose cada vez más verdes. Al fin, suspiró profundamente.
— Ya está. Pasó el mal momento. Ahora todo está ordenado y clasificado . No debemos
consentir nunca que reine la confusión. No es que el caso esté claro todavía no. ¡Es de los más
complicados! ¡Me desconcierta a mí, a mí, a Hércules Poirot! Hay dos hechos de gran
importancia.
—¿Cuáles son?
—El primero, el tiempo que hizo ayer. Esto es muy importante.
—¡Pero si hizo un día maravilloso! —interrumpí—. ¡Usted me está tomando el pelo!
—En absoluto. El termómetro marcaba ayer cerca de 27 grados a la sombra. No lo olvide,
amigo mío. ¡Ahí está la clave del enigma!
—¿Y el otro detalle? — pregunté.
—El que el señor Inglethorp usa trapos muy extraños, tiene barba negra y usa gafas.
—Poirot, no puedo creer que esté hablando en serio.
—Completamente en serio, amigo mío.
—¡Pero esto es pueril!
—No, es trascendental.
—Y suponiendo que el Jurado pronuncie contra Alfred Inglethorp un veredicto de asesinato
premeditado, ¿dónde irán a parar sus teorías?
—No se alteraría porque doce estúpidos cometan un error. Pero no ocurrirá eso. En primer
lugar, porque un jurado campesino no desea tomar decisiones de gran responsabilidad y el señor
Inglethorp ocupa prácticamente la posición del señor del lugar. Además —añadió plácidamente—,
yo no lo permitiré.
—¿Usted no lo permitirá?
—No. Miré al extraordinario hombrecillo, entre irritado y divertido. Estaba completamente
seguro de si mismo. Como si leyera en mis pensamientos, insistió dulcemente:
—Sí, sí, amigo mío, haré lo que le digo. Se levantó y puso una mano sobre mi hombre. Su
fisonomía había sufrido un cambio completo. Las lágrimas acudieron a sus ojos.
—Ya ve usted, me acuerdo de la pobre señora Inglethorp, que está muerta. No es que fuera
muy querida, no; pero ha sido muy buena con nosotros los belgas y estoy en deuda con ella.
Traté de interrumpirle, pero Poirot continuó con dignidad:
—Déjeme que le diga una cosa, Hastings. La pobre señora Inglethorp nunca me perdonaría si
yo permitiera que su marido fuera detenido ahora, cuando una palabra mía puede salvarlo.