— Naturalmente que lo niego. Esta escritura es completamente diferente de la mía. Se lo
demostraré inmediatamente; vea...
Sacó de su bolsillo un sobre viejo y escribió en él su nombre, entregándoselo luego al jurado.
La escritura era, efectivamente, distinta por completo.
—Entonces, ¿cómo explica usted la declaración del señor Mace?
Alfred Inglethorp replicó, imperturbable:
—El señor Mace debe haberse equivocado. El fiscal dudó un momento y dijo:
—Señor Inglethorp, por pura fórmula, le importaría decirnos dónde estaba la tarde del lunes,
16 de julio?
—Realmente... no recuerdo.
— Eso es absurdo, señor Inglethorp — dijo el fiscal severamente —. Piense usted mejor.
Inglethorp movió la cabeza negativamente.
—No puedo recordarlo. Tengo una idea de que estaba paseando.
—¿En qué dirección?
—Es que no puedo recordarlo. La expresión del fiscal se hizo más severa.
—¿Estaba usted con alguien?
—No.
—¿Se encontró a alguien en su paseo?
—No.
—Es una pena —dijo el fiscal secamente—. ¿Debo encender que se niega a declarar dónde
estaba en el momento en que el señor Mace asegura haberle visto en la tienda comprando
estricnina?
—Si quiere usted interpretarlo de ese modo...
—¡Tenga cuidado, señor Inglethorp!
Poirot se removía, nervioso.
—Sacre! —murmuró—. ¿Es que ese imbécil quiere que lo detengan?
Indudablemente, Inglethorp estaba causando muy mala impresión. Sus fútiles negativas no
convencían a un niño. Sin embargo, el fiscal pasó rápidamente al siguiente punto y Poirot respiró,
aliviado.
—¿Tuvo usted una discusión con su esposa el martes por la tarde?
—Perdón —interrumpió Alfred Inglethorp—, le han informado mal. Yo no he disputado con
mi querida esposa.
Todo esa historia es absolutamente falsa. Estuve fuera de casa toda la tarde.
—¿Hay alguien que pueda atestiguar lo que usted dice?
—Tiene usted mi palabra — dijo Inglethorp altivamente.
El fiscal no se molestó en contestar.
—Hay dos testigos dispuestos a jurar que le han oído discutir con la señora Inglethorp.
—Esos testigos se equivocan.
Yo estaba desconcertado. El hombre hablaba con tal seguridad que empecé a dudar. Miré a
Poirot. Su rostro tenía una expresión de regocijo cuya razón no pude comprender. ¿Estaría
convencido, después de todo, de la culpabilidad de Alfred Inglethorp?
—Señor Inglethorp —apuntó el fiscal—, ha oído usted repetir aquí las últimas palabras de su
esposa. ¿Puede usted explicarlas de algún modo?
—Claro que puedo.
—¿De verdad?
—Es muy sencillo. El cuarto estaba medio a oscuras, y el doctor Bauerstein es más o menos de
mi estatura y también lleva barba. En la semi-oscuridad y enferma como estaba, mi pobre esposa
lo confundió conmigo.
—¡Ah! —murmuró Poirot entre dientes—. ¡Es una idea!
— ¿Cree usted que es cierto? — susurré. — No digo eso. Pero es una suposición muy
ingeniosa.
— Usted interpreta las últimas palabras de mi esposa como una acusación — continuaba
Inglethorp—, pero eran, por el contrario, una llamada. El fiscal reflexionó un momento y dijo:
—Creo, señor Inglethorp, que usted mismo sirvió el café y se lo llevó a su esposa aquella
noche.
— Efectivamente, lo serví, pero no se lo llevé. Pensaba hacerlo, pero me dijeron que me
esperaba un amigo en la puerta y dejé la taza en la mesa del vestíbulo. Cuando volví, unos minutos
más tarde, no estaba allí.
Me pareció que esta manifestación, cierta o no, no mejoraba mucho las cosas para Inglethorp.
De todos modos, había tenido tiempo sobrado para echar el veneno en el café.
En aquel momento, Poirot me dio con el codo suavemente, señalándome dos hombres sentados
cerca. de la puerta. Uno de ellos era menudo, moreno, con expresión astuta y cara de hurón; el otro
era alto y rubio.
Le pregunté a Poirot con la mirada y él acercó los labios a mi oído.
—¿Sabe usted quién es ese hombre menudo? Moví la cabeza negativamente.
—Es Jaime Japp, detective inspector de Scotland Yard. El otro también es de Scotland Yard.
Las cosas van de prisa, amigo.
Miré a los dos hombres detenidamente. Nada en ellos recordaba al policía. Nunca hubiera
creído que fueran personajes oficiales.
Todavía seguía mirándolos cuando me sobresalté al oír el veredicto:
—Asesinato cometido por persona o personas desconocidas.