—Padece de insomnio, creo — dije ambiguamente. —Ésa es una explicación muy buena o
muy mala —observó Poirot—. Lo abarca todo y no explica nada. No apartaré mi vista de nuestro
eminente doctor Bauerstein.
—¿Más fallos en la investigación? — pregunté con voz satírica.
—Amigo mío —replicó Poirot gravemente—, cuando vea usted que la gente no dice la verdad,
¡cuidado! Pues bien, en la sesión de hoy, a menos que esté completamente equivocado, sólo una
persona, lo más dos, dijeron la verdad sin reservas ni subterfugios.
— Vamos, Poirot. Dejemos a Lawrence y a la señora Cavendish, pero John y la señorita
Howard, ¿no decían la verdad?
—¿Los dos, amigo mío? Uno de ellos, se lo concedo. ¡pero los dos!
Sus palabras me produjeron una impresión desagradable. La declaración de la señorita
Howard, con tener poca importancia, había sido hecha tan sincera, tan hondamente, que nunca se
me hubiera ocurrido dudar de su veracidad. Sin embargo, sentía gran respeto por la sagacidad de
Poirot, excepto en las ocasiones en que se comportaba como lo que yo calificaba en mi interior de
«cabeza de chorlito».
—¿De verdad lo cree usted así? —pregunté—. La señorita Howard me ha parecido siempre
tan íntegra. Casi en un grado molesto.
Poirot me miró con una curiosa expresión que no supe interpretar. Pareció como si fuera a
hablar, pero, luego, se detuvo.
—En la señorita Murdoch —continué— no hay nada falso.
—No; pero es extraño que no haya oído nada, durmiendo en la habitación de al lado; mientras
que la señora Cavendish, en la otra ala del edificio, oyó claramente la caída de la mesa.
—Bueno, es joven y tiene el sueño profundo.
—Desde luego. Debe ser una buena dormilona. No me gustó el tono de su voz, pero en aquel
momento oímos golpear la puerta vigorosamente y, mirando por la ventana, vimos a los detectives
que nos esperaban.
Poirot cogió su sombrero, se retorció furiosamente su bigote, y, sacudiendo de la manga una
imaginaria mota le polvo, me hizo señas de que le precediera escaleras abajo. Allí nos unimos a
los detectives y nos pusimos en marcha hacia Styles.
Creo que la aparición de los hombres de Scotland Yard fue un gran golpe, sobre todo para
John. Nada como la presencia de dos detectives podía haberle hecho ver la verdad tan claramente.
Durante el camino, Poirot había conferenciado en voz baja con Japp y fue éste el que solicitó
que todos los habitantes de la casa, con excepción de los criados, acudieran al salón. Me di cuenta
de lo que esto significaba: Poirot iba a cumplir su promesa.
En mi interior, no me sentía optimista. Poirot podía tener excelentes razones para creer en la
Inocencia de Inglethorp, pero un hombre del tipo de Summerhaye exigiría pruebas tangibles que
era muy poco probable pudiera presentarse.
Poco después entramos todos en el salón, cuya puerta cerró Japp. Poirot, cortésmente, acercó
sillas a todos. Los hombres de Scotland Yard eran el blanco de todas las miradas. Me parece que
fue entonces cuando por primera vez nos dimos cuenta de que todo aquello no era una pesadilla,
sino una realidad palpable. Habíamos leído cosas parecidas, pero ahora éramos nosotros los
actores del drama. Al día siguiente, los periódicos de toda Inglaterra publicarían a los cuatro
vientos la noticia con llamativos titulares:
MISTERIOSA TRAGEDIA EN ESSEX MILLonARIA ENVENENADA
Vendrían fotografías de Styles, instantáneas de «la familia abandonando el lugar de la
tragedia». El fotógrafo del pueblo no había estado ocioso. Todo lo que habíamos leído cientos de
veces, esas cosas que pasan a otra gente, no a uno mismo. Y ahora, en esta casa, se había cometido
un asesinato. Frente a nosotros estaban «dos detectives encargados del caso». La conocida
fraseología pasó rápidamente por mi imaginación, hasta el momento en que Poirot inició la sesión.
Creo que todos se sorprendieron un poco al ver que él, y no uno de los policías, tomaba la
iniciativa.