Se habría podido observar un cierto malestar en las caras de los demás invitados, que sus últimas
palabras parecían haber inmovilizado.
En respuesta al signo de Davis, un hombre se destacó de la pared más próxima, contra la cual se
apoyaba, y se acercó a ellos. Su paso balanceante indicaba en él al marino. Tenía la cara arrugada, los
ojos sombríos y una expresión soñadora. Se expresó con el suave acento de Devon.
—Señoras y caballeros, ¿desean salir en seguida para la isla? El barco está preparado. Otras dos
personas tienen que llegar en auto, pero mister Owen me ha ordenado no esperarles, ya que pueden
llegar en cualquier momento.
El grupo se levantó y siguió al marino hacia un pequeño embarcadero, donde estaba amarrada
una canoa automóvil.
Emily Brent observó:
—¡Qué barco más pequeño!
—No impide que sea excelente. En muy poco tiempo la llevaría a Plymouth.
El juez Wargrave dijo con aspereza:
—¿No somos muchos?
—Aún puede llevar doble número de pasajeros, señor.
Philip Lombard intervino y, con voz agradable, concluyó:
—¡Oh! Todo irá bien, hace un tiempo soberbio… el mar está en calma…
Sin gran entusiasmo, miss Brent se dejó ayudar para subir a la canoa. Los demás la siguieron.
Hasta este momento ninguna cordialidad se había establecido entre los invitados. Cada uno parecía
estudiar a su vecino. En el instante en que la canoa iba a ponerse en marcha, el marino se detuvo con
el bichero en la mano. En la bajada que había hacia el pueblo un automóvil descendía a toda
velocidad. Era un auto tan potente y de líneas tan perfectas que les causó el efecto de una aparición.
Al volante estabasentado un joven que a la luz del crepúsculo parecía un héroe nórdico. Se oyó el
sonido del claxon como un rugido infernal, repercutiendo por las rocas de la bahía. En este instante
fantástico, Anthony Marston parecía estar por encima de los pobres mortales. Esta escena quedó
grabada en la mente de quienes fueron testigos de su entrada en aquel pueblecito.
Fred Narracott, sentado cerca del motor, pensaba: «¡Vaya reunión de personas raras!» No
esperaba conducir a este género de invitados para mister Owen. Creía que serían más elegantes. Las
mujeres con bellos trajes y los hombres con atuendo apropiado para el yachting, todos ricos e
importantes. Estos sí que no se parecen a los invitados de mister Elmer Robson. Una sonrisa burlesca
se dibujó en sus labios mientras pensaba en otros tiempos. ¡Qué magníficas recepciones daba el
millonario! ¡El champaña corría a torrentes!
Mister Owen debía ser una persona completamente diferente. Fred se extrañaba de no haber
visto jamás a mister Owen, ni a su esposa. Nunca venían al pueblo. Todos los encargos eran hechos y
pagados por mister Morris. Las instrucciones eran siempre claras y precisas, y el pago, rápido. Claro
que esto no dejaba de ser extraño. Los periódicos suponían en todo esto un misterio. Mister Narracott
abundaba en esta opinión. ¿Pudiera ser que la isla perteneciera a miss Gabrielle Turl? Sin embargo,
esta hipótesis se encontraba desechada al ver a los invitados; ninguno de ellos parecía vivir en el
ambiente de una estrella de cine.
Fríamente los catalogaba en su interior.
Una solterona, con su agrio carácter… El las conocía bien. Estaba dispuesto a apostar que era
una arpía. Al viejo militar se le notaba en seguida la carrera. La joven era bonita, pero nada
extraordinaria y, desde luego, nada de estrella de Hollywood. Un grueso señor, que no tenía modales,
un tendero retirado de sus negocios. Y el otro, delgado, casi famélico, un tipo muy raro,
probablemente trabajaría en el cine.
En resumen, no veía en todo el grupo más que uno que le gustase, el último que llegó: el del
coche. ¡Jamás se vio cosa igual en Sticklehaven! Un coche tan estupendo debía costar mucho dinero.
Parecía un niño rico. ¡Si los demás se le asemejaran sólo un poco!
Reflexionando, todo esto le parecía extraño, muy extraño.
La canoa dio la vuelta a la isla, y se vio la casa. El lado sur de la isla era diferente del resto;
descendía en suave pendiente hacia el mar.
La vivienda era baja y cuadrada, de estilo moderno. Estaba orientada hacia el Mediodía y recibía
la luz a torrentes.
Una vivienda espléndida que respondía a todo cuanto se puede soñar.
Philip Lombard observó secamente:
—Debe de ser muy difícil llegar hasta aquí con mal tiempo.
—Cuando sopla el sudeste es imposible acercarse. A menudo las comunicaciones con la isla
están cortadas durante una semana o más aún.
Vera Claythorne pensó:
«El aprovisionamiento debe de ser difícil. He aquí el inconveniente de una isla, cualquier
disgusto con los criados se convierte en verdadero problema.»
Un lado de la canoa chocó suavemente con las rocas. Fred saltó a tierra; él y Lombard ayudaron
a los demás a desembarcar. Narracott amarró la canoa a una argolla empotrada en la piedra y después
dirigió al grupo hacia una escalera tallada en las rocas.
El general MacArthur exclamó:
—¡Esto es espléndido!
Sin embargo, en su fuero interno, no se encontraba a gusto. «Estrafalario lugar para vivir»,
pensó. Al final de los peldaños se encontraron sobre una terraza. Ante la puerta abierta estaba un
mayordomo de bondadoso semblante, esperándoles, y su cara pacífica aunque seria, les tranquilizó.
En cuanto a la residencia de los Owen era admirable y el panorama que se vislumbraba desde la
terraza superaba cuanto se hubiese visto o imaginado.
El criado se adelantó y haciendo una reverencia les invitó:
—Señoras y caballeros, ¿tienen ustedes la amabilidad de entrar?
En el inmenso vestíbulo había refrescos preparados para los invitados.
A la vista de las hileras de botellas Anthony Marston recobró su buen humor. Esta mezcolanza
de gente no era de su gusto. Pero ¿qué idea tan tonta tuvo ese idiota de Badger de hacerle venir a esta
isla? Sin embargo, las bebidas eran buenas y no faltaba el hielo.
Mister Owen, a causa de un fastidioso retraso, no podía venir hasta mañana.
El mayordomo se ponía por entero a disposición de los invitados. ¿Deseaban subir a sus
habitaciones…? La cena estaría servida a las ocho…
Vera siguió a la señora Rogers hacia el otro piso. La criada abrió una puerta al final del pasillo y
la joven entró en un dormitorio espléndido con un gran ventanal que daba al mar y otro hacia el
interior; no pudo por menos Vera Claythorne que lanzar una exclamación de asombro.
Espero que no le falte nada, miss —le decía la señora Rogers.
Vera miró a su alrededor. Sus maletas deshechas ya y puesto todo en su sitio.
En una esquina de la habitación había una puerta que Vera supuso sería el cuarto de baño.
—Si desea algo más, miss, no tiene más que tocar el timbre.
—No tengo necesidad de nada, gracias.
Vera examinó a la mujer. Estaba tan pálida que parecía un fantasma. De tipo muy correcto, con
los cabellos echados hacia atrás, y su traje negro, pero sus ojos no dejaban de mirar en todas
direcciones. «Parece que tenga miedo de su sombra», se dijo Vera.