Y era cierto. La señora Rogers parecía presa de un pavor mortal.
La joven sintió un ligero estremecimiento. ¿De qué podía tener miedo esta mujer?
Amablemente dijo:
—Soy la nueva secretaria de la señora Owen, seguramente ya lo saben ustedes. La señora
Rogers respondió:
—No sé nada, miss. Sólo me han dado una lista de las personas que venían y la habitación que
tenía que dar a cada uno.
—¿Mistress Owen no le ha hablado de mí? —preguntó Vera.
Los ojos de la señora Rogers parpadearon.
—No he visto todavía a mistress Owen; hace sólo dos días que estamos aquí.
«¡Qué gente más fantástica estos Owen!», pensó Vera y añadió en voz alta:
—¿El personal doméstico es numeroso?
—No somos más que mi marido y yo.
Vera frunció las cejas. Ocho invitados. Diez personas en la casa en total, comprendidos mister y
mistress Owen, y ¡sólo un matrimonio para servir a toda esta gente!
La señora Rogers añadió:
—Soy una buena cocinera y Rogers se basta para hacer el trabajo de la casa. Naturalmente no
esperábamos tantos invitados.
—¿Cómo se las arreglará usted para salir adelante?
—Tranquilícese, miss, ya me arreglaré. Si más tarde mister Owen organiza otras recepciones,
sin duda tomará más personal para ayudarnos.
—Así lo espero —contestó Vera.
La señora Rogers se alejó, sin ruido, como si fuera una sombra.
Vera se dirigió hacia la ventana y se sentó en una banqueta. Estaba inquieta. Todo le parecía
muy raro en esta casa. ¡La ausencia de los dueños, la espectral criada y los invitados! ¡Estos sí que
eran muy raros y extraños!
Vera pensó: «En verdad me hubiese gustado ver a mistress Owen y poder formar mi opinión.»
Se levantó y se paseó por la habitación, vivamente agitada.
Un dormitorio con decorado ultramoderno; las paredes pintadas de un color claro, y el espejo
estaba contorneado de luces. Sobre la chimenea sólo había un bloque de mármol blanco queriendo
imitar un oso, muestra de la escultura moderna, y en el cual estaba encajado un reloj de péndulo.
Encima, un cuadro de metal cromado con una hoja cuadrada de pergamino.
Una canción de cuna.
De pie, delante de la chimenea, Vera leyó las ingenuas estrofas aprendidas en su niñez.
Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho
Ocho negritos viajaron por el Devon.
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha.
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.
Seis de ellos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.
Cinco negritos estudiaron derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar.
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.
Tres negritos se pasearon por el Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó…
¡Ninguno!
Vera no pudo por menos que sonreírse. ¿No estaba en la isla del Negro?
Se asomó a la ventana para contemplar el mar. ¡Cuan grande era el océano! No se distinguía
tierra alguna a todo lo largo que alcanzaba la vista.
Sólo una vasta extensión de ondulante agua azul bajo los rayos del sol poniente.
El mar… hoy tan sereno… a veces tan cruel… El mar que nos atrae a sus abismos…
Ahogado… ahogado en el mar… ahogado… ahogado… ahogado… No quería acordarse. ¡No quería
pensar en ello! ¡Todo esto pertenecía al pasado!
El doctor Armstrong desembarcó en la isla del Negro en el momento en que el sol desaparecía
en el océano.
Había charlado durante el viaje con el hotelero, un hombre de la localidad, a fin de
documentarse un poco acerca de los propietarios de la isla, pero Narracott no estaba bien informado o
quizás estuviera poco dispuesto a charlar.
El doctor tuvo que contentarse con hablar del tiempo y de la pesca. El largo recorrido que hizo
en auto lo había cansado, y los ojos hacíanle daño, pues todo el tiempo tuvo el sol de cara.
El mar y la calma le reponían de su lasitud. Le hubiese gustado tomarse unas largas vacaciones,
pero no podía ofrecerse ese lujo. La cuestión económica era lo de menos, pero el cuidado de
conservar la clientela estaba por encima de todo. Ahora que tenía una situación asegurada, debía
trabajar sin descanso.
Pensaba: «Por esta noche trataré de no recordar que tengo que volver pronto a Londres y que
existe Harley Street [4] ».
La sola palabra isla tiene la virtud mágica de evocar en nuestro espíritu toda suerte de fantasías,
pues al llegar se pierde el contacto con el mundo. ¡Una isla representa ella sola en un mundo! ¡Un
mundo de donde, a veces, no se vuelve jamás! «Por una sola vez voy a ensayar el dejar detrás de mí
todos los cuidados cotidianos.»
Y, sonriendo comenzó a elaborar proyectos para el porvenir.
Siempre sonriendo subió los peldaños tallados en las rocas.
En un butacón, en la terraza, estabasentado un viejo cuyo aspecto le era vagamente familiar al
doctor. ¿Dónde había visto esta cara de rana con ese cuello de tortuga, esa espalda y esos ojos
maliciosos? ¡Ah, sí; era el viejo juez Wargrave! En una ocasión, Armstrong había informado en una
audiencia en que estaba este magistrado. El viejo siempre parecía estar dormido, pero era listo como
un zorro. Ejercía una gran influencia sobre el jurado: presentando los hechos a su gusto, había
conseguido de esa forma increíbles veredictos. ¡En suma, era un juez feroz que enviaba a la horca al
acusado con la mayor facilidad!
¡Vaya sitio más absurdo para encontrarle… en esta isla aislada del mundo!
El juez Wargrave se decía: «¿Armstrong? Me parece haberle visto informar como testigo. Una
persona estimable, pero muy prudente. Todos los médicos son unos asnos, y los de Harley Street son
los peores.»
Recordaba la reciente entrevista que había tenido con uno de ellos en esa misma calle.
Refunfuñó en voz alta:
—Las bebidas están en el vestíbulo.
—Voy a saludar a los dueños de la casa —indicó el doctor.
Wargrave cerró los ojos, lo que acentuó aún más su semejanza a un reptil.
—¡Imposible! —profirió.
—¿Por qué? —respondió Armstrong.
—No están ninguno de los dos. La situación es de lo más rara y no comprendo ni jota.
El doctor le miró largamente, y cuando creía al juez soñoliento, éste le preguntó:
—¿Conoce usted a Constance Culmington?
—No lo creo…
—No tiene importancia. Es una persona necia. Tiene una escritura ilegible. Me pregunto si no
me habré equivocado de dirección.
El doctor, inclinando la cabeza en un saludo, siguió hacia la casa.
Wargrave pensó un momento en la alocada Constance Culmington; se parecía en eso a todas las
hijas de Eva.
Su imaginación recayó entonces sobre las dos mujeres llegadas a la isla al mismo tiempo que él;
la vieja pintada de labios y la joven. Esta no le satisfacía sino a medias… ¡Ah!, pero ellas eran tres
contando a la señora Rogers. Curiosa mujer siempre atormentada por el miedo, según parecía. Esta
pareja de criados eran aceptables y daban la impresión de conocer bien su cometido.
En este momento preciso, Rogers apareció en la terraza y el juez preguntó:
—¿Sabe usted si se espera hoy aquí a lady Constance Culmington? Rogers contestó:
—No, señor, no sé nada.
El juez enarcó las cejas y pensó: «Aquí hay algo raro.»
Anthony Marston tomaba su baño con voluptuosidad.
Sus miembros, anquilosados por el largo viaje en auto, se normalizaban. Muy pocas ideas le
atormentaban. Era un ser lleno de acción y sensaciones.
Pensaba. «Lo tomaremos con calma», y volvió a no pensar en nada. El agua caliente… su
cuerpo fatigado… se afeitaría, tomaría un aperitivo… comería… ¿Y después?
Mister Blove se hacía el nudo de la corbata.
Este ejercicio no le gustaba.
¿Tenía buena presencia?
Podía pasar.
Nadie le había demostrado simpatía. Rara manera que tenían los demás de mirarse de reojo…
como si supieran….
El tenía que estar a la altura de las circunstancias.
A toda costa tenía que llevar a cabo la tarea que le habían encomendado.
Alzando los ojos vio la canción de cuna en el cuadro encima de la chimenea.
¡Buena idea habían tenido al ponerla allí…!
Pensó: «Me acuerdo haber estado aquí de pequeño. No hubiese creído nunca que volvería con
un encargo tal… Afortunadamente no se sabe el porvenir.»
El general MacArthur reflexionó: «Todo esto empieza a molestarme, no esperabasemejante
recibimiento.»
De buena gana hubiese inventado un pretexto para marcharse y enviarlo todo a paseo, pero la
canoa automóvil había regresado al pueblo.
Al general le era, pues, forzoso quedarse en la isla.
El llamado Lombard le parecía un tipo extraño. Hubiera jurado que era falso como Judas.
Al primer golpe de batintín Philip Lombard salió de su habitación. Con pasos silenciosos y
ágiles como los de una pantera, bajó la escalera. Tenía algo de felino. Su traza evocaba a una bestia
feroz, pero simpática.
Se sonreía para sí.
¿Una semana?
¡Sí, aprovecharía esta semana!
En su dormitorio Emily Brent, vestida con un traje de seda negra, esperaba la hora de cenar
leyendo su Biblia.
Repetía a media voz las palabras del texto.
«Los paganos están precipitados al abismo que ellos mismos habrán cavado; en el cepo que han
ocultado se cogerán el pie. El señor se dará a conocer el día del Juicio Final. El pecador en sus
propias redes caerá y será arrojado al infierno.»
Se mordió los labios y cerró la Biblia.
Se levantó; prendió en su corpiño un broche de cuarzo y bajó a cenar.