Capítulo 5
El golpe fue tan inesperado que todo el mundo quedó estupefacto. Los espectadores, como
clavados en el suelo, miraban el cuerpo inanimado del joven.
Por fin el doctor saltó de su silla y se arrodilló para examinarlo; levantó la cabeza y con voz que
el miedo desfiguraba, exclamó:
—¡Dios mío! ¡Ha muerto!
Al principio nadie se movió.
¿Muerto? ¿Muerto? Este joven que parecía un héroe nórdico que desbordaba de salud, en la
plenitud de sus fuerzas había sido fulminado en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué diablos! ¡A esta edad
no se muere uno así! ¡Un whisky no era causa para que un hombre tan fuerte muriese!
Nadie podía admitirlo.
El doctor examinó la cara del muerto y olió sus labios azulados y torcidos en una mueca.
Después cogió el vaso en el que había bebido Marston.
—¿Muerto? ¿Es posible que este joven se haya ahogado? —exclamó el general.
—Llámelo así si quiere. Lo cierto es que murió asfixiado —aseguró el doctor.
Olió el vaso y pasó un dedo por el fondo y se lo llevó a la punta de la lengua. Cambió de
expresión súbitamente.
De nuevo habló el general:
—Jamás he visto morir tan de repente… en un acceso de ahogo.
Emily Brent dijo con voz clara y penetrante:
—¡En plena vida pertenecemos a la muerte!
—No, un hombre no muere por un simple acceso de tos; la muerte de Marston no es natural —
dijo bruscamente el doctor.
—¿Había algo… en el whisky? —preguntó bajito Vera.
—Sí. No sabría precisar la naturaleza del veneno, pero todo me hace creer que se trata de
cianuro. No será ácido prúsico; debe ser cianuro de potasio, que mata de manera fulminante.
—¿El veneno estaba en el vaso? —preguntó el juez Wargrave.
—Sí.
El médico se dirigió hacia la mesa donde se encontraban las botellas. Destapó la del whisky, la
olió, probó de ella e hizo lo mismo con la soda.
—No encuentro nada sospechoso —terminó el doctor, inclinando la cabeza.
—¿Cree usted que él mismo se habría echado el veneno? —indicó Lombard.
—Eso parece —respondió Armstrong sin gran convicción.
—¿Entonces es un suicidio? —preguntó Blove—. He ahí una cosa rara.
—Jamás habría creído —murmuró lentamente Vera— que un hombre tan jovial y tan vigoroso
pensara suicidarse. Cuando esta tarde llegó en su coche, parecía como… un… oh, ¡no sabría
explicarlo!
Pero todos adivinaron la idea que quería expresar. Anthony Marston, en la flor de su juventud,
les produjo la impresión de un ser sobrenatural y ahora estaba allí, inerte en el suelo.
—¿Ven ustedes alguna otra hipótesis que la del suicidio? —preguntó Armstrong.
Nadie contestó. No acertaban a darse ninguna explicación. Nadie había descubierto nada, todos
vieron cómo él se sirvió el whisky; pareció lógico, pues, que si había cianuro en su bebida, fuera él
mismo quien lo había echado.
Y sin embargo…, ¿qué motivos tenía Anthony Marston para querer morir?
Blove observó pensativamente:
—Doctor, todo esto me parece increíble. Marston no era del tipo de los que se suicidan.
—Lo mismo pienso yo —añadió Armstrong.
Las cosas quedaron así. ¿Qué más podían hacer?
Entre Armstrong y Lombard transportaron el cuerpo de Marston a su cuarto y lo taparon con una
colcha.
Cuando descendieron, los otros formaban un grupo y sentían frío a pesar de lo templado de la
noche.
—Haremos bien en acostarnos, ya es muy tarde —dijo miss Brent.
El consejo estaba acertado, pues era ya más de medianoche; sin embargo, todos esperaban,
parecía que nadie quería abandonar la reunión, como si buscasen un consuelo con su compañía.
Fue el juez Wargrave el que primero habló:
—Es cierto que todos tenemos necesidad de dormir.
—Todavía no he levantado la mesa —protestó Rogers.
Lombard ordenó:
—Ya hará mañana ese trabajo.
—¿Se siente mejor su mujer? —preguntó el doctor.
—Subo a verla, señor.
Al cabo de unos minutos volvió.
—Está durmiendo, señor.
—Muy bien —dijo—, no la despierte.
—No, señor; voy a arreglar el comedor, cerraré las puertas con llave y en seguida me acostaré.
A su pesar los invitados se fueron a sus habitaciones. Si hubiesen estado en una vieja casona con
las escaleras y los suelos cimbreantes, con rincones llenos de sombras por todas partes y paredes
artesonadas y oscuras, hubiesen podido sentir siniestros temores, pero no se encontraban en tal caso.
En esta vivienda ultramoderna, exenta de oscuros rincones, con luz eléctrica derramada a
chorros, todo era nuevo, brillante, resplandeciente, nada podía esconderse de malo, faltaba por
completo el ambiente de los viejos caserones atormentados.
Y, sin embargo, inspiraba a los reunidos un temor inexplicable.
Se desearon las buenas noches y entraron en sus respectivos dormitorios. Casi
inconscientemente todos echaron la llave a su puerta.
En su alegre habitación, pintadas las paredes de un color azul, el juez se desnudaba dispuesto a
meterse en la cama.