Pensaba en Edward Seton. La imagen del condenado se le aparecía con toda claridad. Veía sus
cabellos rubios y sus ojos azules que miraban a la cara con cordial franqueza. Esto fue lo que
impresionó al jurado.
Al fiscal Llewelin le faltó tacto, y en su informe tan pomposo quiso probarlo todo.
En cuanto a Matthews, el abogado defensor, estuvo muy bien. Su interrogatorio conciso y bien
llevado había sido favorable a Seton. Y creyó haber ganado por completo la partida.
El juez dio cuerda a su reloj y lo colocó sobre la mesilla de noche.
Se acordaba como si fuese ayer de esta sesión del tribunal, escuchaba, tomaba notas y hacía
resaltar el menor testimonio contra el acusado.
Este proceso fue para él una victoria profesional. El abogado defensor estuvo admirable, tanto
que el fiscal que informó después no pudo borrar la buena impresión que había causado la defensa.
Fue él, al hacer el resumen de los testimonios y los debates, antes de la deliberación del jurado, quien
lo consiguió.
Con gesto meticuloso el juez Wargrave se quitó su dentadura postiza y la puso en un vaso de
agua. Sus labios arrugados se cerraron y dieron a su boca un pliegue cruel.
Bajando los párpados el juez sonrió. ¡A pesar de todo había conseguido arreglarle las cuentas a
Seton!
Gruñendo contra su reumatismo se metió en la cama y apagó la luz.
En el comedor, Rogers estaba perplejo. Contemplaba las figurillas de porcelana, puestas sobre la
mesa. Se decía: «¡Esto es extraordinario! Hubiera jurado que había diez.»
El general MacArthur daba vueltas en su cama. El sueño no venía.
En la oscuridad veía la figura de Arthur. Había sentido por Arthur una verdadera amistad y
cariño. Estaba siempre contento por la simpatía que le testimoniaba Leslie.
¡Ella era tan caprichosa! ¡Cuántos jóvenes se habían enamorado de ella, a los que trataba de
«brutos», su palabra favorita!
Sin embargo, Arthur Richmond no fue a sus ojos un «bruto», desde el principio se entendieron.
Discutían de teatro, música y pintura, ella se divertía burlándose de él hasta que se enfadaba. Y él,
MacArthur, veía con agrado el interés casi maternal de su mujer para con el joven.
¡Interés maternal! ¡Qué mentira! Fue un tonto al no darse cuenta de que Richmond tenía
veintiocho años y Leslie veintinueve.
MacArthur amó a su mujer, la veía ahora. Su boca en forma de corazón, y sus ojos grises
profundos e impenetrables bajo sus espesos bucles. Si; la había querido y adorado ciegamente.
Allá, en el frente francés, en plena batalla, pensaba en ella y con frecuencia deleitábase
contemplando su retrato que llevaba siempre en su bolsillo de su guerrera.
Un día… ¡lo descubrió todo!
Ocurrió como en las novelas: Una carta metida por equivocación en sobre distinto; ella escribió
a los dos hombres y puso la carta amorosa en el sobre de su marido. Después de tantos años aún
sentía el dolor que le produjo.
¡Dios mío, lo que había sufrido!
Sus culpables relaciones databan de bastante tiempo, la carta lo atestiguaba. Fines de semana…
El último permiso de Richmond.
Leslie…
¡Leslie y Arthur!
Innoble individuo.
Su sonrisa hipócrita… su afectada educación: «Sí, mi general.»
¡Hipócrita y mentiroso! ¡Ladrón de mujeres!
Con su calma habitual había estado elaborando un plan de venganza. Se esforzó en demostrarle
a Richmond la misma amabilidad de siempre.
¿Lo había logrado? Puede ser. Lo cierto era que Richmond no sospechó nada. Los cambios de
humor se explicaban fácilmente allí donde los nervios de los hombres estaban sujetos a dura prueba;
sólo el joven Armitage le miraba algunas veces de una manera muy rara, y el día que decidió
realizarlo se dio cuenta de sus intenciones.
Con toda sangre fría MacArthur envió a Richmond a la muerte, sólo un milagro podía salvarle, y
este milagro no se produjo.
Si, envió a Richmond a que lo matasen, y no lo sintió nada. ¡Qué fácil fue aquello! Los errores
se multiplicaban diariamente. La vida de un hombre no contaba. Todo era confusión y pánico.
Después sólo dirían: «El viejo MacArthur no era dueño de sus nervios, ha cometido faltas tontas y ha
enviado a la muerte a sus mejores hombres.» ¡De ahí todo!
Después de la guerra… ¿Armitage había hablado?
Leslie no estaba al corriente de nada… seguramente lloró la muerte de su amante, pero su pena
se había pasado cuando volvió su marido a Inglaterra. Jamás le dijo nada referente a su infidelidad.
Entre ellos la vida continuaba normalmente… salvo que a sus ojos ella había perdido su aureola de
virtud. Tres o cuatro años después, su mujer murió de pulmonía.
Todo esto era muy lejano… quince años… quizá dieciséis.
Se retiró del ejército para irse a la región del Devon, donde compró una casita, el sueño de su
vida.
Simpáticos vecinos, bonito paisaje, caza y pesca.
El domingo asistía a los oficios (a excepción del día en que el pastor leía en la Biblia aquel
pasaje en donde David envía a Urías en primera fila entre sus guerreros).
No, esto era demasiado fuerte para él; ese trozo le turbaba en extremo.
Todo el mundo, al principio, le trataba con amabilidad… después sintió la impresión de que se
hablaba de él… Las gentes le miraban de reojo, como si les hubiese robado algo.
Los rumores crecían… Supuso que Armitage habría hablado.
Evitó la gente y se encerró en un mundo creado por él, sólo para sus pensamientos y recursos.
Prescindió hasta de sus viejos camaradas.
Los hechos y los recuerdos se iban esfumando.
Leslie se desvanecía en un pasado lejano, lo mismo que Richmond. ¡Qué importaba ya todo
esto, actualmente!