Vera iba delante de ellos; Lombard se detuvo para contestarle:
—¿Concibe otra hipótesis que la del suicidio?
—Me harán falta pruebas, un móvil lo primero. Debía de ser muy rico ese joven.
Saliendo por la puerta del salón vino a su encuentro Emily Brent.
—¿Llegó la canoa? —preguntó a Vera.
—Todavía no —respondió Vera.
Entraron en el comedor. Sobre la mesa había una inmensa fuente con jamón y huevos, té y café.
Rogers, que les había abierto la puerta, la cerró tras ellos.
—Este hombre tiene cara de estar enfermo —observó miss Brent.
—Es preciso mostrarnos indulgentes esta mañana con el servicio. Rogers ha debido encargarse
sólo de la preparación del desayuno, y lo ha hecho lo mejor posible. La señora Rogers ha sido
incapaz de cuidarse de ello…
—¿Qué le pasa a la señora Rogers? —preguntó miss Brent, inquieta.
El doctor, cual si no hubiese entendido la pregunta, dijo:
—Sentémonos: los huevos se van a enfriar; después discutiremos todos los asuntos.
Se acomodaron todos, sirviéndose el desayuno y empezaron a comer. De común acuerdo todos,
se abstuvieron de hacer la menor alusión a la isla del Negro. Y se entabló una conversación frívola
sobre deporte, los acontecimientos actuales en el extranjero y la reaparición de la monstruosa
serpiente marina.
La comida se terminó. El doctor retiró su silla y, aclarándose la voz y dándose un aire de
importancia, comenzó a decir:
—He creído preferible esperar a terminar de comer para enterarles de la nueva tragedia. La
mujer de Rogers ha muerto mientras dormía.
Todos se sobresaltaron.
—Pero ¡esto es horrible! —exclamó Vera—. Dos muertes en una isla desde ayer…
—¡Hum! Es extraordinario. ¿Sabe usted cuál es la causa de la muerte? —preguntó el juez.
Armstrong alzó los hombros en señal de ignorancia.
—Imposible darse cuenta a primera vista.
—¿Hará usted la autopsia?
—Desde luego; no puedo dar el permiso de inhumación sin esta formalidad; y además ignoro
totalmente cuál era el estado de salud de esta mujer.
—Ayer parecía estar muy nerviosa —declaró Vera—. Por la noche recibió una conmoción; creo
que debió morir de un ataque cardíaco.
—Es cierto, el corazón le falló… —replicó el doctor—. Pero ¿qué fue lo que provocó este
ataque de corazón? Esa es la pregunta.
Una palabra se escapó de los labios de Emily Brent, dejando una sensación desagradable entre
todos.
—¡Su conciencia!
Armstrong se volvió hacia ella.
—¿Qué insinúa, miss Brent?
—Todos lo oyeron; ella y su marido han sido acusados de haber matado a su antigua señora, una
dama vieja —respondió.
—Entonces, ¿cree…?
—Creo que esa acusación es cierta. Ayer noche, ustedes la vieron, lo mismo que yo, cómo se
desvanecía al oír la revelación de su atentado. No pudo soportar el recuerdo de su fechoría… ha
muerto de miedo.
—Su hipótesis es aceptable, pero no se puede aceptar sin saber si esta pobre mujer era cardíaca
—arguyó el doctor.
Miss Brent volvió a insistir:
—Si usted lo prefiere, llámelo castigo del cielo.
Todos se escandalizaron. Blove replicó, indignado:
—Miss Brent, usted lleva las cosas demasiado lejos.
La solterona le miró con ojos brillantes y, levantando el mentón, contestó:
—¿Ustedes creen imposible que un pecador sea castigado por la cólera divina? ¡Yo no!
El juez murmuró irónico:
—Estimada señorita: la experiencia me ha enseñado que la Providencia nos deja a nosotros,
mortales, la misión de castigar a los culpables. Nuestra tarea está a veces erizada de dificultades y no
es muy expeditiva.
Miss Brent alzó las espaldas con incredulidad.
—¿Qué cenó anoche y qué bebió estando ya en la cama? —preguntó Blove.
—Nada —respondió el doctor.
—Usted afirma que no bebió nada, ¿ni siquiera una taza de té, un vaso de agua?
—Apostaría a que bebió una taza de té; es el remedio corriente de esta gente.
—Rogers sostiene que no tomó nada.
—¡Claro! Puede decir lo que quiera —replicó Blove de una manera tan rara que el doctor se le
quedó mirando.
—Entonces, ¿ésta es su opinión? —preguntó Philip Lombard.
—¿Por qué no? —añadió Blove—. Anoche escuchamos todos esa acusación. No puede ser más
que una broma de un loco, ¡pero quién sabe! Supongamos por un momento que sea verdad que
Rogers y su mujer dejaron morir a la vieja; ellos se creían seguros y se felicitaban por su buena
suerte.
Vera le interrumpió:
—La señora Rogers no parecía muy tranquila.
Muy enfadado por esta interrupción, Blove miró a la joven como si quisiera decirle:
«Todas son iguales», y continuó:
—Puede ser; de todas formas, ni Rogers ni su mujer se creían en peligro hasta anoche que se
descubrió el enredo. ¿Qué pasó entonces? La mujer se desvaneció y perdió el conocimiento. ¿Se
fijaron ustedes en el cuidado que tuvo su marido en no dejarla cuando volvió en sí? Había algo más
que solicitud conyugal. Temía que revelase sus secretos. Y he ahí donde estamos. Los dos han
cometido un crimen, y ahora, si se les descubría, ¿qué pasaría? Pues hay nueve posibilidades contra
diez de que la mujer se delatara; no tendría valor para seguir mintiendo hasta el final, y ello era un
peligro para su marido; y éste tiene valor suficiente para callar para siempre, pero no se fía de su
mujer. Si ella hablaba, él corría el riesgo de ser ahorcado. ¿Qué cosa más natural que poner un
veneno en la taza de té y cerrar así para siempre la boca de su mujer?