—Pero ¡si no había ninguna taza vacía en el cuarto! Me aseguré yo mismo —objetó el doctor.
—Eso es lo natural —dijo Blove—. En cuanto tomó el brebaje, el primer cuidado del marido fue
llevarse la taza y el platillo comprometedores y lavarlos, seguramente.
Hubo una pausa y fue el general MacArthur el que habló después.
—Me parece imposible que un hombre pueda obrar así con su mujer.
—Cuando un hombre siente que su vida peligra, el cariño nada tiene que ver —respondió Blove.
En este momento la puerta se abrió y entró Rogers. Mirando la mesa y a los invitados les
preguntó:
—¿Quieren que les sirva alguna otra cosa? Perdónenme si no había bastante asado, pero nos
queda muy poco pan y el de hoy todavía no lo han traído.
—¿A qué hora suele venir la canoa? —preguntó el juez.
—De siete a ocho, señor. A veces, pasadas las ocho. Me pregunto lo que le habrá pasado a Fred,
pues si estuviera enfermo enviaría a su hermano.
—¿Qué hora es, pues? —preguntó Lombard.
—Las diez menos diez, señor.
Philip Lombard movió ligeramente la cabeza. Rogers esperó un instante.
Bruscamente, el general le dijo con voz emocionada:
—Siento muchísimo lo ocurrido con su mujer. El doctor nos lo acaba de contar.
—Ya ve, señor… se lo agradezco mucho. Llevóse la fuente del jamón, ya vacía, y salió del
comedor.
De nuevo se hizo el silencio.
Fuera, en la terraza, Philip Lombard decía:
—En cuanto a esa canoa…
Blove le miró; bajando la cabeza dijo:
—Adivino su pensamiento, mister Lombard, yo me he preguntado lo mismo; la canoa hace más
de dos horas que debiera estar aquí y aún no ha llegado. ¿Por qué?
—¿Usted encuentra una explicación?
—No es un accidente; oiga lo que pienso. Creo que esto forma parte de la mise en scene. En este
asunto todo es probable.
—Entonces, ¿usted cree que no vendrá ya? —añadió Lombard.
Tras él una voz… impaciente decía:
—La canoa no vendrá.
Blove volvióse ligeramente y percibió al que acababa de proferir esta frase.
—Entonces, mi general; ¿usted también duda de que venga?
—Seguro que no vendrá; todos contamos con esa barca para abandonar la isla del Negro, pero
¿quiere saber mi opinión? Pues que no nos marcharemos de esta isla. Ninguno de nosotros saldrá de
ella. Esto es el fin…¿me comprenden…? ¡El fin de todo!
Dudó un momento y añadió con voz extraña:
— Disfrutamos de la paz… sí, de una paz dura…. llegar al final del viaje… no más
inquietudes… la paz…
Dio media vuelta y se alejó por la terraza hacia la cuesta que conducía al mar… en la extremidad
de la isla donde las rocas se despegan y a veces caían al mar. Andaba como si estuviese adormecido.
—Uno que está ya medio loco —exclamó Blove—. Creo que todos vamos a perder la cabeza.
—Me parece que usted no la pierde —rectificó Lombard.
El ex inspector se echó a reír.
—Me hacen falta muchas cosas para enloquecerme, y apuesto a que usted no sucumbirá a la
demencia colectiva.
—Por ahora me encuentro sano de cuerpo y espíritu —añadió Lombard.
El doctor Armstrong se fue a la terraza, estuvo allí un momento indeciso. A su izquierda se
encontraba Blove y Lombard, a la derecha, Wargrave se paseaba meditabundo. Al cabo de un
instante, el doctor se volvió hacia el juez, pero en aquel momento Rogers salía de prisa de la casa.
—Doctor, ¿podría hablarle unas palabras tan sólo?
Armstrong se volvió, y parecía sorprendido de la expresión del criado. Este tenía la faz verdosa
y temblorosas las manos. El contraste entre la reserva de antes y su emoción actual era tan chocante,
que el doctor quedó estupefacto.
—Doctor —insistió—, tengo absoluta necesidad de hablarle. ¿Quiere usted que entremos en la
casa?
Penetraron en ella.
—Pero ¿qué le pasa, Rogers? Tranquilícese usted.
—Venga por aquí, doctor.
Abrió el comedor, en el cual entró el doctor, y Rogers cerró la puerta tras de él.
—Bueno, ¿qué es lo que le pasa?
—Mire, señor; aquí pasan cosas muy raras que yo no comprendo. Usted me tratará de loco,
señor, pero es necesario averiguar cómo ha ocurrido, porque yo no me lo explico.
—Bueno, ¿me quiere decir de qué se trata? No me gustan las adivinanzas.
—Se trata de las figuritas de porcelana que están encima de la mesa. Había diez; lo puedo jurar
que había diez.
—Es cierto, las contamos ayer noche a la hora de la cena.
Rogers se acercó.
—Es justamente esto lo que me enloquece. Ayer noche, cuando quité la mesa, no había más que
nueve. Me pareció raro, pero no le di ninguna importancia. Y esta mañana, al poner los cubiertos para
el desayuno… estaba tan emocionado… pero hace unos momentos que vine para retirar el servicio…
Cuéntelas usted mismo, si no me cree; sólo hay ocho. ¿No es esto incomprensible, señor? ¡Solamente
ocho!