Temblorosa, Vera estudió el delicado perfil de la solterona y preguntó:
—¿Qué sintió usted al saber que se había suicidado de desesperación? ¿Se reprocharía usted su
conducta?
—¿Yo? ¿Qué tenía que reprocharme?
—Su severidad la empujo a la muerte.
Secamente, miss Brent replicó:
—Fue víctima de su propio pecado. Si se hubiese conducido como una joven honesta, nada de
eso hubiera ocurrido.
Volvió la cabeza hacia miss Vera. Los ojos de miss Brent no expresaban ningún remordimiento.
Sólo se retrataba en ellos un reflejo de una conciencia severa y rígida.
Sentada en la cima de la isla del Negro, estaba protegida por la coraza de sus virtudes.
Esta vieja no parecía ridícula a los ojos de Vera. Pero de repente… vio en Emily Brent un
monstruo de crueldad.
Una vez más el doctor Armstrong salió del comedor y se dirigió a la terraza. En este momento el
juez estabasentado en un butacón y paseaba su mirada por el océano.
Lombard y Blove, a su izquierda, fumaban su pipa sin hablarse.
El doctor dudó un instante, y sus ojos escrutadores miraron a mister Wargrave. Necesitaba un
consejo. Pese a que apreciaba la lógica y lucidez del viejo, no se atrevería a dirigirse a él. Wargrave
poseía quizás un cerebro extraordinario, pero sus muchos años predisponían contra él. Entonces
comprendió el doctor que precisaba de un hombre de acción y decidióse en consecuencia.
—Lombard, ¿haría el favor de venir un instante? Tengo que hablarle. Philip se sobresaltó.
—Con mucho gusto.
Los dos hombres abandonaron la terraza y descendieron juntos la cuesta que conducía al mar.
Cuando se encontraron al abrigo de oídos indiscretos, Armstrong comenzó:
—Quería consultarle.
—Pero, querido doctor, ¡no sé nada de medicina!
—No, tranquilícese usted; se trata de nuestra situación actual.
—Eso es diferente, entonces.
—Francamente, dígame lo que usted piensa.
Después de reflexionar un breve instante, Lombard respondió:
—Lo cierto es que la situación es difícil, y me pregunto cómo saldremos de ella.
—¿Cuál es su opinión sobre la muerte de esa mujer? ¿Acepta la explicación del marido?
Philip lanzó al aire una bocanada de humo y objetó:
—Sus explicaciones me parecieron bastante naturales… siempre que no haya pasado otra cosa.
—Eso es lo que me hace pensar precisamente.
Armstrong tuvo una gran satisfacción al ver que había consultado a un hombre sensato.
Lombard continuó:
—Al menos admitiendo que hayan cometido un crimen y de él se hayan aprovechado con
tranquilidad. ¿Y por qué no? ¿Les supone usted premeditados envenenadores de su ama?
El doctor respondió lentamente:
—Las cosas han podido suceder más fácilmente todavía. Esta mañana pregunté a Rogers qué
enfermedad sufría miss Brady. Y con sus respuestas me abrió distintas perspectivas. Inútil perderse
en largas consideraciones médicas. Sepa usted tan sólo que en varias enfermedades cardíacas se
emplea como medicamento nitrato amílico; en el momento de la crisis se rompe una ampolla de este
producto y se le hace respirar al enfermo. Si se olvida de colocársela debajo de las narices, las
consecuencias pueden ser fatales.
—¡Es bien sencillo todo esto! La tentación era demasiado fuerte.
—Evidentemente, no había que hacer nada comprometedor. ¡Sólo se trataba de no hacerlo! Y
para que viesen su cariño para con su señora, en una noche tormentosa salió a buscar un médico.
—Y aunque hubiesen sospechado, ¿qué pruebas podían invocar contra ellos? Eso explicaría
muchas cosas.
—¿Cuáles? —preguntó curioso Armstrong.
— Los sucesos que ocurren en esta isla del Negro. Ciertos crímenes escapan a la justicia
humana. Por ejemplo: el asesinato de miss Brady por el matrimonio Rogers. Otro ejemplo, el viejo
juez Wargrave ha matado sin traspasar los limites de la ley.
—Entonces, ¿usted cree completamente esa historia?
—Jamás he dudado —añadió Lombard, sonriendo—. Wargrave mató a Seton tan seguro como
si le hubiese clavado un puñal en el corazón, pero tuvo el acierto de hacerlo desde un sillón de
magistrado, cubierto con su peluca y revestido de su toga. Desde luego, siguiendo los procedimientos
ordinarios, este crimen no podría imputársele.
Como un rayo de luz traspasó el cerebro del doctor.
¡Muerte en el hospital, muerte en la sala de operaciones, la justicia es impotente delante de sus
actos!
Lombard murmuró, pensativo:
—¡De ahí… mister Owen… de ahí… la isla del Negro!
Armstrong suspiró profundamente.
—¡Llegamos a lo interesante del asunto! ¿Con qué idea nos han reunido en esta isla?
—¿Tiene usted alguna idea sobre esto?
—Volvamos sobre la muerte de esa mujer. ¿Qué hipótesis se nos presentan? Su marido la ha
matado por miedo a que divulgue su secreto. Segunda eventualidad: ella pierde su valor y, en una
crisis de desesperación, pone fin a sus días tomando una fuerte dosis de narcóticos.
—Entonces, ¿un suicidio? —preguntó Lombard.
—¿Le extraña esto?
—Admitiría esta segunda hipótesis si no hubiese ocurrido la muerte de Marston. Dos suicidios
en veinticuatro horas me parecen una coincidencia demasiado forzada. Si usted pretende que ese
joven alocado de Marston, desprovisto de una moralidad y sentimientos, haya voluntariamente puesto
fin a sus días por haber atropellado a dos niños, ¡es para estallar de risa! Además, ¿cómo se procuró
el veneno? El cianuro no es, me parece, una mercancía que se lleva en el bolsillo de la americana
cuando se va de vacaciones. Pero en eso es usted mejor juez que yo.